martes, 26 de abril de 2016

Rutas y desafíos

A pesar de mis considerables lagunas literarias, de todos los libros de relatos que se han publicado en lo que va de siglo en el ámbito nacional, tengo la impresión de que en estos años se han editado bastantes de gran calidad, con piezas excelentes en muchos de ellos. Esta incesante producción viene a confirmar el buen momento que atraviesa el género breve en el panorama español, debido a distintos factores, entre los que conviene destacar los siguientes: una nómina amplia de autores de diferentes generaciones asidua al cuento, editoriales entusiastas e impulsoras de la narrativa corta, certámenes de referencia nacional cada vez mejor dotados en premios, talleres de creación literaria y, sobre todo, lectores apasionados que muestran cada vez mayor entrega al potencial narrativo que ofrece este modo de contar historias.

Un buen ejemplo de ese elenco de artistas y referente indiscutible del cuento español actual es Oscar Esquivias (Burgos, 1972), ganador del Premio Setenil en 2008 con los cuentos La marca de Creta y ganador del Premio La Tormenta en un vaso, tres años después, con sus relatos Pampanitos verdes. El escritor castellano-leonés posee esa habilidad técnica y ese caudal inventivo para componer con eficacia las historias de sus cuentos, esos espejos de la vida –como decía Ribeyro– pero también del mundo real e imaginario.

Andarás perdido por el mundo (Ediciones del Viento, 2016) es su último trabajo narrativo publicado, catorce cuentos recopilados escritos en años anteriores, nacidos por encargo para revistas, editoriales o aportaciones colectivas de escritores, que vienen a consolidar su trayectoria en este género que tanto le apasiona. Bajo el portal de un título bíblico, Esquivias propone al lector un viaje por puntos dispares del mundo para acompañar a sus personajes, seres desubicados que andan sin brújula por la vida en busca de un destino. En estas historias, cada uno de ellos camina a su aire por escenarios dispares: Burgos, Florencia, Madrid, Moscú, Santa Mónica, Dakar, Londres o París. Si en el Génesis Caín sufre la condena divina de andar errante por la tierra después de su tropelía, los protagonistas de estos relatos no vienen marcados por ninguna conducta errática, sino que son niños, adolescentes y jóvenes normales, en su mayoría, que afrontan los destinos de sus vidas lejos de sus orígenes familiares o en entornos equidistantes, ya sea en el barrio burgalés de Gamonal, en la periferia de Ciudad de México, en una colina de Estambul, en el distrito madrileño de Cuatro Caminos, en la Vía Garibaldi de Turín o en los alrededores de la Sorbona de París.

Los cuentos reunidos en este libro afloran desde la memoria y la experiencia de los personajes que los conforman con voces surgidas desde la niñez y la adolescencia, dos etapas propias de tropiezos y origen de aventuras para perderse por los márgenes establecidos por los adultos. En Todo un mundo lejano, uno de los mejores relatos, el narrador testigo nos cuenta el devenir de un amigo que se debate entre su vocación religiosa y su incipiente homosexualidad; en La Florida, un cuento dedicado por el autor a un tío suyo que se llevó toda una vida en un psiquiátrico, un niño pone su mirada inocente sobre la vida incierta de un adulto desquiciado que para él no deja de ser alguien extraordinario; en El chino de Cuatroca hay un guiño al relato picaresco, en el que la máscara de la vida pone a prueba a un adolescente ecuatoriano de rasgos chinos que lucha por sobrevivir entre emigrantes; La última víctima de Trafalgar, el relato más extenso, está escrito en tercera persona y es una evocación disparatada e inmersa en el pasado histórico que, además, comparte algún personaje dickensiano; La casa de las mimosas es otro de los destacados, un cuento ambientado en el mundo del cine con presencia de Greta Garbo. La música gravita sobre la mayoría de estos cuentos como hilo conductor y, en el último de ellos, El arpa eólica, el más fantástico y romántico de toda la colección, el joven Berlioz, músico en ciernes y estudiante de medicina, se ve obligado a visitar cementerios en busca de cadáveres para subsistir.

En Andarás perdido por el mundo nos vamos a encontrar con la realidad más inmediata y cotidiana de diferentes personajes, unidos por el desarraigo de sus vidas, desorientados, que no viven su existencia como una tragedia, sino como un destino, y que están dispuestos a jugársela, a perderse también por los obstáculos propios de otros congéneres extraños e insanos que se les interponen en su camino.


Esquivias, con su eficacia literaria de narrador realista, que conjuga la observación al detalle, valiéndose de una prosa pulida y concisa, se las arregla muy bien para encontrar en esa realidad sencilla e, incluso, menesterosa de sus cuentos, voces distintas, tonos, temas e invenciones, el jugo necesario para que sus historias tengan a su vez ese matiz preciso para atraparnos con cierto estupor y extrañeza por las rutas insólitas de este sorprendente libro.

jueves, 21 de abril de 2016

Belleza y memoria

En el ámbito de la tradición literaria, uno de los temas recurrentes de mayor relevancia es el viaje como representación de la misma existencia humana. Adquiere, por así decirlo, el estatus de símbolo o metáfora de la propia vida del hombre. En los textos literarios, el viaje simboliza una aventura y una búsqueda, como destino insalvable, inevitable para los personajes que protagonizan la historia. Se convierte en una necesidad que les obliga a huir de sí mismos y de sus propias realidades para enfrentarse a una nueva que les permitirá volver sobre ellos mismos y darles un sentido nuevo a sus vidas inciertas.

La escritora hispano-argentina Clara Obligado (Buenos Aires, 1950) rescata una novela que empezó en 2008 y terminó de revisar en 2015 y que parte desde ese eje iniciático propio del hecho de viajar, pero que se adentra, además, en la memoria, un asunto obsesivo en el quehacer literario de la artista. En Petrarca para viajeros (Pre-Textos, 2016), la dependencia del pasado, la imposibilidad de abdicar del ayer, está presente en todo el relato. En este viaje propuesto por la autora, el lector se encontrará en un trayecto que transcurre en un tiempo corto, que transita por la Europa mediterránea y que viaja por el interior de sus personajes principales: Andrés, un joven dibujante de diecisiete años en busca de futuro, y Noa, una mujer, joven y bella que cambia radicalmente su presente para experimentar el vértigo y la locura de una nueva vida. La historia del guardagujas, el tercer protagonista de la novela, posee el contrapunto especial de un hombre marcado por la memoria histórica. Su testimonio perpetúa el pasado y la conciencia de reconocerse sujeto a la memoria, porque sin esa atadura su identidad dejaría de tener sentido.

A través de la confluencia del pasado y el presente, la novela transcurre por una ruta ferroviaria sobre el Mediterráneo en busca de respuestas a través del arte y de la mirada de sus personajes que, en realidad, no dan satisfacción a las preguntas y a las observaciones que cada uno de ellos se plantea. El título conjuga la presencia de ese humanismo vivaz, en busca de la belleza, como anhelaba el poeta Petrarca, bajo el prisma e impulso de dos viajeros jóvenes que emprenden su aventura en pos de alcanzarla. Hay también en esta obra un parentesco notorio con los cuentos de El libro de los viajes equivocados (2011), en el que Obligado incide en esa diáspora del que emprende otro camino fuera de su tierra, desde el azar de cualquier lugar, hasta arribar incluso en la costa albanesa, en el Jónico, el mar de Ulises, donde naufraga poco antes de su regreso a Ítaca.

Todo viaje sugiere el retorno a otras épocas, como ocurre en Petrarca para viajeros, un periplo narrativo que trasluce buena parte de la historia europea con nombres propios de lugares, desde la estación de Angoulême, los campos de concentración de Mauthausen, el Sena, Florencia, Roma, el Adriático y Corfú, hasta el regreso a Ancona, un pequeño puerto italiano.

Hay toda una simbología latente y explícita en esta intensa nouvelle, de elipsis continuas, que conforman meridianamente el universo literario de Clara Obligado: la memoria, la pasión, el viaje, la identidad, la inmigración, el destino, la conciencia histórica. Cada una de ellas tiene su presencia en la trama y se intercala en la pericia narrativa para conducir al lector por una historia de fuerte calado compasivo. El sufrimiento y la empatía afloran hasta el punto de que la novela concluye con una epifanía humanística sobre la solidaridad de la mano de una inmigrante albanesa, capaz de conmoverse por la situación de otra persona necesitada de ayuda.

Aunque el lector de hoy en día sigue adherido a los encantos de la novela como género predilecto, el relato breve e, incluso más, la novela corta va calando de manera creciente en sus gustos, no solo por lo que abrevia su construcción narrativa, sino también, como le ocurre a Petrarca para viajeros, por lo mucho que insinúa y atesora entre líneas este formato, cosa que al buen lector le seduce mucho y agradece por su concisión y economía de tiempo en un mundo cada vez más rendido a las prisas.


 Quien se suba a bordo de este tren narrativo, de prosa ligera e intensa, infinita pese a su brevedad, que maneja con sutileza y hondura asuntos profundos de la humanidad, que se lee en una sentada, y que es capaz de condensar el trayecto propio de un convoy de largo recorrido en uno de cercanías, sentirá el deleite de haber viajado en un transporte sin demoras y la recompensa, a su vez, de una lectura perdurable.

lunes, 18 de abril de 2016

Brevedades y flashes

Decía Nabokov que la palabra realidad es la única que no quiere decir nada si no va entrecomillada. Podíamos trasladar al aforismo ese entrecomillado, a fin de cuentas siempre que nos referimos a él, casi sin proponérnoslo, encontramos un pasaje, un tropiezo o un hallazgo de la realidad que nos insinúa, sugiere o apenas esboza algo sorprendente. En buena medida todo arte aforístico es documental. El aforismo, como la filosofía, es un medio muy apropiado para examinar lo concreto, lo cotidiano. Es, al mismo tiempo, una expresión literaria que aglutina poesía y pensamiento, narración e idea. Al escritor de este género le interesa dejar señales, marcas e interrogantes por la realidad donde transita. Sabe que ese trayecto es siempre la manifestación de una soledad, de algo que únicamente a solas ha podido llegar a conocer y examinar.

El poeta y articulista Enrique García-Máiquez (Murcia, 1969) reúne en Palomas y Serpientes (Editorial Comares, 2015) una colección de aforismos llenos de muestras sobre las paradojas y contrastes que ha ido alumbrando a través de una mirada poética profundamente humana y una actitud reflexiva de la vida. Muchas de estas sentencias adoptan una forma descriptiva como cuando dedica un ramillete de sus máximas a hablar del aforismo en sí o cuando vierte definiciones sobre el tiempo, el humor, las modas, los secretos, el cine. En otras, que tienen un carácter más que nada prescriptivo, el autor se expone a establecer verdades universales e intemporales que no sólo valen para el individuo de su entorno, sino que trascienden a la moral colectiva. Para García-Máiquez la realidad es el secreto de las cosas, un trabajo en equipo, dice en dos de sus perlas. En muchas entradas se intercalan la perplejidad del artista con la verdad secreta del mundo, la conciencia del tiempo que fluye sin otra opción que asumir sus consecuencias.

Palomas y serpientes, título de origen evangélico: Sed, pues, cautos como las serpientes y sencillos como las palomas (Mateo 10:16), está concebido en una estructura temática, poco común en este laboratorio literario, muy original, que contiene quince sesiones. En primer lugar comienza con un manojo de aforismos sobre aforismos. Por la mitad del libro el autor abre varias sesiones para hablar del carácter, de repliques concatenados sobre lo dicho por otros aforistas: Esquilo, Joubert, Chesterton, Bergamín, Ramón Eder..., o para jugar con el oxímoron: En el blanco tienen que dar los espacios en blanco, Elegía: un himno que llega con retraso, Para salvarse hay que pasar –lo dijo Ulises– por ser nadie... El libro termina con cinco puntos finales, el último de ellos determinante y definitivo que dice: Lo mejor de un libro de aforismos es la cantidad de puntos finales que atesora.

No hay parte que no contenga piezas felices y logradas, que no aspire a la rebeldía, a la reflexión o al asombro poético, como estas otras muestras certeras y punzantes:

Un aforismo auténtico siempre está plagiado. De la realidad, en el mejor de los casos.
Lo interesante de los que hablan de sí mismos es lo que se callan.
Me caigo bien, lo reconozco. (Espero levantarme.)
Todo lo que se guarda bien se vuelve valioso.
El camino más largo entre dos puntos es la pereza.
Traducir: traslucir.
Los días malos resultan más narrativos que los buenos.

Leer un nuevo libro de aforismos es la aventura de meterse en una mina en busca del grisú, del metal valioso. Uno lee con ese ánimo, no sólo para encontrar la sorpresa placentera de la palabra escrita, sino en busca de mapas y señales que muestren vetas de entusiasmo, reflexión y luz.

El asombro nunca es pequeño, siempre llega henchido de algo valioso, como muestran estas epifanías de ingeniosas palomas y serpientes agudas. El libro de García-Máiquez es intemporal e inteligente, una celebración en el que no falta el enigma, la anécdota, el pensamiento y el humor.

Cada vez es más frecuente y notorio en la actividad editorial la presencia de estos libros que cuentan igualmente con el entusiasmo irredento de muchos lectores. Cuando pienso en todos los buenos libros de aforismos que tienen que llegar, me embarga la alegría al saber el gozo que me queda por disfrutar.


jueves, 14 de abril de 2016

Testigo de la contienda

A partir del 18 de julio de 1936 fueron llegando a España hombres de todas partes de Europa a combatir en el bando republicano contra los insurrectos golpistas. Muchas de las tropas que conformaron estos voluntarios extranjeros se integraron en las Brigadas Internacionales, pero otros tantos, por diversas causas, se mantuvieron al margen de ellas y prefirieron combatir en otras unidades del Ejército Popular de la República. La razón principal de que un gran número de ellos tomara esa opción se debía a que las Brigadas se promovieron y organizaron desde el Partido Comunista, lo que para muchos extranjeros de militancia socialista, anarquista o marxista, ajena al comunismo, fue determinante para sortearlas y alistarse en otras organizaciones militares. Uno de los países que más brigadistas aportó a la contienda fue Alemania, en su mayoría exiliados en Suiza, Bélgica y Francia. Entre ellos, cabe destacar un gran número de combatientes de origen judío, muy concienciado de la lucha contra el ascenso del antisemitismo que se estaba dando en Europa, sobre todo en Alemania y en Italia.

Luwdig Renn (Dresde, 1889 – Berlín, 1979) fue uno de aquellos sobresalientes luchadores que llegaron a España para socorrer militarmente a la República. Lo hizo por idealismo y decidida oposición al fascismo emergente. Venía del exilio perseguido por los nazis y nunca se alejó de la ortodoxia comunista. Ahí se mantuvo hasta sus últimos días. Su verdadero nombre correspondía a Arnold Friedrich Vieth von Golßenau, de noble estirpe sajona. En 1910 inició su carrera militar en el Regimiento Real de Granaderos de su país. Luchó en la Primera Guerra Mundial como jefe de compañía y, al acabar el conflicto, ostentó el cargo de capitán de la policía en su ciudad natal. Su fama internacional le vino con la publicación de Guerra (1928), un libro inmerso en aquel tremendo conflicto, narrado desde las trincheras, que interesó a muchos historiadores y lectores.

La editorial Fórcola, bajo la esmerada traducción de Natalia Pérez-Galdós, publica La Guerra Civil Española (2016), una obra que Renn había puesto en los escaparates hacía sesenta años, con el título Der Spanische Krieg. Se trata de un texto grueso y de formato bien cuidado, como nos tiene acostumbrados este sello, que refleja el testimonio de un destacado brigadista. Para Fernando Castillo, que firma un prólogo para enmarcar, el libro es más descriptivo que testimonial. Seguramente se le deba al prologuista el subtítulo de la obra: Crónica de un escritor en las Brigadas Internacionales, algo que no es desdeñable, ya que para él esto se puede considerar también una historia en sí de la XI Brigada Internacional, una de las más destacadas y con mayor historial bélico del Ejército Popular.

La llegada al frente de Luvirrén, como así le llamaban los milicianos, tuvo sus consecuencias organizativas en las trincheras, tanto por su carácter y experiencia en la guerra, como por su capacidad de mando. Renn sabía que la unidad del gobierno era una condición necesaria para dirigir la campaña de guerra, pero no suficiente para la victoria. En la guerra civil española el éxito militar dependía de dos factores: la cuantía y la eficacia del apoyo exterior en armamento, además del personal preparado disponible, y la rapidez relativa con que ambos bandos formaran una fuerza de combate eficiente. En ambos aspectos él era consciente de que los nacionales habían tomado la delantera a los republicanos. En poco tiempo se convirtió en un oficial carismático, a la vez que silencioso y observador. El prestigio entre los combatientes se lo ganó con diversas acciones militares donde brilló como estratega. Para él era primordial el que los milicianos no expusieran inútilmente sus vidas. Hay mayor heroísmo en ocultarse y estar listos para los combates decisivos –subraya en un episodio– que en exponerse sin sentido.

Hay muchos apuntes sobre personajes de renombre que Renn destaca, como la presencia de Rafael Alberti, agitador eficaz de los milicianos con sus soflamas líricas o Hemingway, al que acompañó a visitar zonas de combate, sin apenas intercambiar palabras con el americano. Con el líder anarquista Angel Pestaña mantuvo una relación discreta y fluida, compartiendo consignas organizativas para las milicias. El escritor tampoco se olvida de recoger diálogos vivos entre oficiales y milicianos corrientes pulsando sus inquietudes.

Este es un documento histórico interesante para conocer mejor el papel que representaron las Brigadas Internacionales en los diferentes frentes de batallas de la España en guerra. Un libro que guarda entre sus páginas la épica comunista empeñada en llevar a cabo el mando único conjunto, por encima de la utopía anarquista de hacer la guerra sin cuartel.

Renn deja para el lector curioso un testimonio extenso y capital, el de un historiador comunista, actor y testigo comprometido en la defensa de los valores republicanos, narrado sin dramatismo, con las armas propias que debe manejar un buen cronista: la verdad, la observación y el detalle.


La Guerra Civil Española de Ludwig Renn es un libro a tener en cuenta, dictado con sobriedad y aplomo, desde la convicción de un hombre fiel a las consignas de su partido, disciplinado, exigente y en primera línea de fuego, que no le importó jugarse la vida por unos ideales.

lunes, 11 de abril de 2016

Oficio invisible

Contaba Jaime Salinas, editor reputado y concienzudo como pocos, en el libro de conversaciones con el periodista Juan Cruz, El oficio de editor (2013), que uno de los grandes problemas de siempre que ha tenido la edición en general es el papel del traductor, absolutamente ninguneado, por lo que es imprescindible darle siempre su protagonismo y consideración merecida. Su compromiso con este gremio llegó hasta el extremo, no solo de darle visibilidad poniendo en la portada de los libros que editaba en Alfaguara el nombre del traductor, lo que pudo contribuir, según él, a que los traductores se convirtieran en cómplices de la obra, sino que logró que el traductor cobrara derechos de autor, antes de ser reconocidos por ley. Más allá de estas consideraciones, reconocía el viejo editor que la verdadera traducción literaria es una labor impagable, sobre todo, porque es una función literaria de amor y vocación.

Javier Calvo (Barcelona, 1973), escritor y prolífico traductor de literatura en lengua inglesa, viene a desarrollar en su último libro El fantasma en el libro (Seix Barral, 2016) lo que Salinas apuntaba, y a afirmar que todavía persisten lastres de antaño y otros nuevos, añadidos por la era de internet y las nuevas tecnologías, que desafían constantemente a este oficio y que le obligan a seguir en alerta. Son ya muchos en el mundo editorial y también entre los lectores los que asumen la importancia crucial que la traducción literaria tiene en el campo de la cultura y en el universo específico de la literatura. Somos conscientes, y en eso coincidimos con el autor, que el daño que se le haga irá en detrimento de todos.

En este oficio invisible, tan necesario para que la cultura, la ciencia y las religiones se propagaran, hay todo un recorrido histórico que no debemos de olvidar. No habría habido Biblia si no hubieran existido hombres aventureros y entusiastas que fueran a otras tierras a aprender hebreo para poder traducir aquellas escrituras. En España, por ejemplo, Moratín en el siglo XVIII, entusiasta de Shakespeare, se traslada a Inglaterra para aprender inglés y versionar después las obras del gran dramaturgo británico, eso sí, dando pie a traducciones transgresoras, como por ejemplo, pasar de las veinte escenas originales de Hamlet a nada menos que ochenta y siete. Curiosamente, entre los dos tipos de traducciones: la literal, más ajustada y estricta al original, y la libre, corresponde a esta última la que más licencias permitió a grandes autores que alternaron la creación con la traducción, como Borges o Nabokov, recrear obras universales que, a la postre, así llegaron a manos del lector y así conformaron su inolvidable lectura para siempre. Aunque, como deja claro el autor del libro, a los traductores nos está vedada la interpretación.

El fantasma en el libro es un ensayo lúcido y nada académico en torno a uno de los oficios más ocultos e imprescindibles en la actualidad: la traducción, a no ser que el lector hable siete idiomas, como se presume que lo hacía Colón. El libro reivindica sin alharacas, en un discurso coherente y documentado, tocar la conciencia de propios y extraños sobre la dimensión e importancia del quehacer de los que ejercen este oficio, incluso referido a adquirir un protagonismo mayor en la edición. Reconoce Calvo que en las últimas décadas la traducción literaria ha recuperado el espacio perdido, no solo en el terreno de la censura, sino en aspectos formales de independencia a la hora de ejercer su labor artística como proveedor de servicios. La ley de 1987 de Propiedad Intelectual determinó que los traductores son autores y reguló en gran medida las relaciones entre estos y los editores.

Javier Calvo firma un libro ligero, ameno e interesante, nada retórico y muy accesible al lector común, divido en dos partes bien diferenciadas: Ayer compuesto por tres capítulos y Hoy y mañana por dos. Se corresponde con dos épocas: el pasado, que habla de la importancia cultural del traductor estudiando su evolución histórica y el ahora, que transcurre por los problemas de la traducción literaria en el contexto global de la actualidad cambiante de un oficio desplazado, casi sin remedio, hacia un tipo de traductor más técnico que literato, algo a lo que el autor del libro se resiste. El buen traductor, según él, reconstruye el estilo y el registro del original, porque su trabajo exige la misma competencia y argucia que la escritura literaria. Somos camaleones paradójicos –subraya–. Para desaparecer de la página, tenemos que llenarla.


El fantasma en el libro es un estupendo trabajo literario, un ensayo bien armado, en un lenguaje claro y honesto, que da visibilidad al oficio de la traducción, sacándolo de su escondrijo histórico y de su trastienda laboral, para mostrarlo, sin dogmatismos, a un público amplio y ávido de curiosidad.

viernes, 8 de abril de 2016

Cuántica literaria

La lectura, decía Ezra Pound, es un arte de la réplica. Ricardo Piglia nos lo recuerda en el prólogo de su interesante libro El último lector (2005). Ocurre a veces que los lectores vivimos en un mundo paralelo e imaginamos que ese universo se acostumbra a entrar en nuestra propia realidad. Sin embargo –nos advierte el escritor argentino– hay que saber leer entre líneas para encontrar el camino. Lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño.

El último libro de relatos de Ángel Zapata (Madrid, 1961) viene a trasladar al lector esa chispa reinterpretativa en la que el lenguaje narrativo propone una lectura sintética y perspicaz, necesaria para colmar lo escrito. El libro Materia oscura (Páginas de Espuma, 2015) es un artefacto complejo en el que abunda las imágenes, la luz del pensamiento y una apariencia de física cuántica orbitando sobre un compendio de brevedades narrativas por donde discurren hipótesis existenciales e insólitas desvanescencias microscópicas que su autor ampara, bajo unos relatos conceptuales, para complicar al lector, poniéndole en un brete a la hora de descifrar el mensaje narrativo, aforístico o filosófico que dichos relatos llevan implícitos. Son textos ávidos de libertad y requieren de una sagacidad sutil interpretativa, debido a ese halo surrealista que exhiben sus piezas. Todo esto da pie a lo que el propio autor anuncia al lector cauto en la cita inicial a cargo de Paul Válery: En el lenguaje auténtico, la palabra tiene una función que consiste no en representar, sino en destruir...

Sin embargo, estas microficciones continúan por la senda explícita concebida por un autor de lenguaje nítido y sencillo al que le preocupa mayormente utilizarlo como instrumento revelador, sin tener por que ser hermético. Igual que no le interesan los finales sorpresivos y cerrados. Para Zapata, lo mismo que para Piglia, la clave está en la historia secreta del cuento y eso que no se ve mantendrá la tensión narrativa sin alcanzar nunca una resolución. Al autor lo que le importa es que el relato fuerce al lector a que despierte e indague. El cuento, además, ha de ir en la dirección azarosa de la propia vida de no parecerse a lo predecible. No se trata tanto de escribir una historia, como ya apuntó en el epílogo de Las buenas intenciones (2001) –qué gran libro de relatos– sino cómo inscribir aquello que la interrumpe.

En las cuarenta y tres epifanías de la obra, hay cuentos que vindican otras interpretaciones a los textos bíblicos, otros transcurren por el hálito de lo inesperado. Hay torbellinos de usura, casualidades y causalidades del destino. Muchos otros transcurren entre la Vía Láctea y los laboratorios de las universidades. No faltan evocaciones irónicas a la muerte y a los confines de la naturaleza del hombre. En todos hay una conversación interior que acapara un misterio, sin olvidarse del humor, pues para un escritor de la estirpe de Zapata, el humor nace y se proyecta desde una conciencia en rebeldía, en desafío y en ruptura, cualquier cosa puede pasar y puede activarlo.

En Materia oscura encontramos un universo desafiante, pleno de energía, creado mediante conceptos e imágenes de un absoluto libre albedrío narrativo, casi en ruptura con el mismo, escrito por un narrador que no se considera en la órbita del surrealismo, sino que, como él mismo ha apostillado en una de sus entrevistas, un surrealista que escribe.

Sobre el trasfondo de Materia oscura, un término científico que determina a una substancia indetectable por medios científicos y que solo puede detectarse a posteriori por sus efectos gravitatorios, gira toda una conmoción crítica y social. Por analogía, los microrrelatos de Zapata andan habilitados por un mismo elemento afín, extraño y múltiple que propone cierta diversidad para interpretar la realidad misma por medio del deseo, como pulsión humana insaciable.

Este es un libro al que se suma un estado de sensibilidad de aparente sinsentido. El lector que se apresure a experimentar desde el laboratorio por donde transita este material narrativo, no podrá evitar sus efectos radiactivos al comprobar, por más que lo que cuenta o vislumbra pueda tener bifurcaciones extremas de significados, las dudas e incertidumbres de los estados de ánimo narrados que han de darle mucho que pensar.


lunes, 4 de abril de 2016

Observatorio

Los lectores de poesía, cabe suponer que entusiastas de esta disciplina literaria, van a redoblar su fervor hacia el género cuando lean Un hombre sentado en una piedra (La Isla de Siltolá, 2016) del poeta, haiyín y aforista León Molina (San José de las Lajas, Habana – Cuba, 1959). El autor, en esta ocasión, propone un poemario de sesenta y ocho piezas que se entroncan a su vez en cinco partes por las que discurre su mirada poética a través del tiempo vivido, el espacio natural, sus confluencias literarias, el amor, y el devenir de los días.

Más allá de las razones que pudieran explicar y justificar la aparición del título, insertándolo como una pieza más en el contexto de su obra, y más allá incluso del valor general que esta posee, nos encontramos ante un libro que, de alguna manera, se sitúa en un plano superior al de otros anteriores suyos.

Desde cierto punto de vista, diríamos que los temas tratados son asuntos comunes en su poética. Más o menos son los mismos de siempre pero, en esta ocasión, trazados desde una perspectiva más sosegada y experimental. Por sus versos confluyen la naturaleza, el tiempo, el silencio, la memoria, el amor y el asombro del instante. Hallamos pinceladas de paisajes, siempre presentes en su poesía, estados de ánimo, desamor, reflexiones en torno a la vida y al paso del tiempo, evocaciones de días idos y atajos de la memoria. Y en cuanto a la forma, viene a estar en los parámetros a que nos tiene acostumbrados: coloquial, susurrante, íntimo y preciso.

Lo que cambia, en esta ocasión, en Un hombre sentado en una piedra es el tono que aflora desde la voz de la madurez avanzada, tamizando el devenir, convirtiéndolo en un estadio contenido, silencioso y personal, en un canto sereno a la vida. El título mismo encierra un mensaje reflexivo donde se nos anuncia ese atisbo de sensatez de los años acumulados que, en ningún caso, significa adocenamiento ni claudicación, sino todo lo contrario: el encuentro con la aceptación y la plenitud del sentido de las cosas: Los años que he vivido/ son una sombra azul/ alimentada por el musgo/ fosforescente de la pérdida... (pág. 25).

En gran parte de sus poemas, León Molina nos deja entrever que ese largo recorrido que supone observar el mundo y dialogar con él es una travesía vital que se inicia desde muy temprana edad cuando uno está más ávido de buscar respuestas: Yo era de carne y hueso/ cuando era joven./ Ahora miro mis manos/ y son dos palabras/ llenas de palabras (pág. 29).

De igual manera, encontraremos otros poemas de inusitada belleza que transitan por esa cosmogonía propia del autor en la que no falta su amor a los detalles vivos de la naturaleza en el campo y en la montaña, como la belleza de una polilla, los resortes de una tormenta, el fragor del chopo, el canto de un sapo partero o el viento de la noche. Después rendirá tributo a poetas contemporáneos que admira, como Ángel González, Ungaretti, Joan Margarit, César Vallejo y, sobre todo, por tres veces, a su maestro, como así llama a José Corredor-Matheos, citado al inicio, en medio y en el colofón del libro.

Hay un aire de melancolía que el lector detectará en gran parte de los poemas, pero nada que ver con la desolación y la tristeza. Al contrario, esa nostalgia y sentimiento de pérdida se transforman en una manera de canto sereno y evocativo de nuestro paso por el mundo.

Un hombre sentado en una piedra es un libro hermoso, urdido desde la sencillez narrativa, un propósito siempre bien anticipado en cada estrofa. Molina sabe extraer el fulgor de lo cotidiano de manera concisa, breve y natural.

Si en El taller del arquero (2014) el bosque es el lenguaje del poeta, en Un hombre sentado en una piedra el observatorio del tiempo y sus consecuencias son los que sustentan todo el poemario, como continuas indagaciones a la verdad sentenciada en las postrimerías del texto: La vida que me queda/ es la que puedo recordar.


sábado, 2 de abril de 2016

México lindo y revolucionario

Patrick Deville (Saint-Brevin-les-Pins, Loira Atlántico, 1957) es un formidable compañero de viaje. Como novelista, aparece como un reportero de ciertos momentos característicos del pasado, de épocas que surgen de un plan establecido por el propio autor. Todas sus historias parten de 1860 para acabar en la actualidad. En su periplo vital tuvo unos comienzos bastante novelescos por así decirlo, al igual que muchos de los personajes de sus libros. Su padre fue director de un hospital psiquiátrico y Deville vivió en dicho centro compartiendo zonas comunes y juegos, como un interno más. Viajero entusiasta e incansable desde su juventud, anduvo por Marruecos, Argelia, Nigeria. Más tarde, llegó a Nicaragua y Cuba, donde se instaló durante un tiempo. También merodeó por México y Vietnam. Fue agregado cultural en el Golfo Pérsico con tan sólo veintitrés años.

Si acudimos a toda su producción narrativa, Deville es un escritor que indaga en la historia para recrear la ficción de su universo y dar realidad a sus narraciones de forma bien documentada. No hay mayor interés en él que viajar al mundo lejano de los exploradores y aventureros que optaron por pisar tierras ignotas para desarrollar sus inquietudes y curiosidades. Repasando su producción, en Ecuatoria (2009) el protagonismo recae en el conde franco-italiano Savorgnan de Brazza, fundador de la capital del Congo, en Kampuchea (2011) será el francés Henry Mouhot, después en Peste y cólera (2012) le tocará al científico suizo Alexandre Yersin. Ahora, con la publicación de Viva (Anagrama, 2016), en una estupenda traducción al castellano a cargo de José Manuel Fajardo, se añadirá a estos tres valientes personajes de los libros anteriores, dos figuras expatriadas y controvertidas, el escritor británico Malcolm Lowry y el político revolucionario ruso León Trotski.

En Viva, el autor francés se adentra en México, un país en ebullición al que arriban hombres y mujeres perseguidos y artistas rompedores en busca de refugio, libertad, sueños y anhelos no consumados. Aquella década de 1930, México representaba un lugar notorio en el mundo occidental, al que se unía su clima de tolerancia y acogida, donde coincidieron políticos y artistas que propiciarían un foco cultural de relevancia mundial. En esta historia pertrechada por Deville se entremezclan a su vez historias de hazañas y de traiciones. Por las páginas de esta novela de no-ficción aparecen filósofos, pintores, fotógrafos, escritores, guerrilleros y asesinos, conformando un fresco vivo de la época.

En 1937, Trotski y su esposa desembarcan en Tampico, huyendo de las garras de Stalin. Allí les esperan Diego Rivera y Frida Kahlo que los alojarán en su casa. Por otro lado, en Cuernavaca, Lowry se sumerge entre el mezcal y las lavas de Bajo el volcán, su gran obra, que reescribirá cinco veces y concluirá en 1944, mientras lucha contra el alcoholismo y la fatalidad de su malvivir. Entre estas vidas paralelas confluyen, además de la pareja de pintores representada por Rivera y Kahlo, ya citados, otros personajes intermedios que pondrán todo su contrapunto emotivo y contradictorio al devenir vertiginoso de la historia: la bella fotógrafa Tina Modotti, el poeta y boxeador Arthur Cravan, el agitador B. Traven, el surrealista André Breton, el dramaturgo Antonin Artaud, el estrafalario poeta Maiakovski, Graham Greene, buscando materia para su novela El poder y la gloria, el guerrillero Sandino o Ramón Mercader, sicario estalinista que pondrá fin a la vida del proscrito Trotski con un piolet.

En esta selecta banda, rememorando un pasaje de Shakespeare en su obra Enrique V: “We few, we happy few, we band of brothers” (Somos pocos, somos pocos y felices, somos una banda de hermanos), todos tienen en común servir a una causa –dice Deville– y poner esa causa por encima de sus propias existencias. Algunos se convertirán en traidores y otros en héroes.

Viva pertenece a ese tipo de libro seductor y lúcido que atrapa a lectores curiosos dispuestos a explorar el funcionamiento del acontecer histórico y del conocimiento humano por medio del reportaje literario, en ese juego propio de la ficción capaz de plasmar la realidad de los hechos a través del pálpito de sus personajes. El estilo de Deville, en ese sentido, sigue en su línea, su escritura permanece ágil e intensa, nada superflua, aunque fragmentaria, sin apenas digresiones, ni diálogos inútiles.


Si Peste y cólera era de lectura fluida y cómoda, sin ser un libro fácil, Viva, en cambio, al ser más coral, erudito y ambicioso, es un texto más desafiante para el lector, le exige mayor tenacidad, pero al final su recompensa le resultará, seguramente, inolvidable.