martes, 29 de marzo de 2016

Composturas y continencias

En la vida, igual que en la literatura, navegamos bajo las estelas del detalle. Acudimos al detalle para concentrar una experiencia, para fijar una impresión, para habitar un recuerdo. Nos agarramos a él. Sin embargo, la literatura difiere de la vida en que la vida está llena de detalles acumulados y raramente nos conduce hacia ellos, mientras que la literatura nos enseña a observarlos. La literatura hace que nos fijemos más en la vida, nos hace, no sólo mejores lectores de los detalles de una historia, sino que, a su vez, nos hace mejores lectores de la vida. El único consejo sobre la lectura de un libro que puede dar una persona a otra, según decía Virginia Woolf, es que no acepte consejos, que siga sus propios instintos, que utilice su propio criterio, que saque sus propias conclusiones.

Si estamos de acuerdo en todo lo dicho, diría que Cosas que decidir mientras se hace la cena (Editorial Base, 2015), de Maite Núñez (Barcelona, 1966) reúne un conjunto de relatos que abundan precisamente en la importancia de los detalles acumulados. Aquí, en la vida cotidiana de muchas parejas, seres frágiles a los que les cuestan tomar conciencia de la realidad por la que transitan sus azarosas existencias, hay indicios y evidencias de soledad y melancolía bajo el techo que acobija sus vidas apocadas por el desgaste de la convivencia, o seres desbastados por la irrupción de una enfermedad terrible a la que se niegan a sucumbir.

Los personajes de estos quince cuentos tienen ante sí el dilema de la resignación, continuar en la espesura de la monotonía, o, definitivamente, retomar sus apagadas vidas para reavivarlas desde la contienda conyugal antes de que el descrédito y el tiempo las ahogue para siempre. En el primer relato, que da título al libro, la mujer protagonista se arma de imaginación mientras aguarda en la cocina la llegada de su marido. En el siguiente, titulado Reciclaje, el más breve de la colección, otra mujer que acaba de enviudar está perpleja y cariacontecida ante la decisión que ha de tomar con las cenizas de su marido. En El plano de Londres trasciende una conversación entre un padre separado, que anuncia su marcha a la capital británica, y un hijo adolescente que muestra indiferencia. En Dry Martini, una prostituta promete a su hija de trece años abandonar su oficio y probar otro tipo de suerte. En Todos los seres queridos, uno de los más incisivos y trascendentes, la protagonista se desvive por contratar a alguien para que cuide de su hijo mientras ella prepara su lucha campal contra el cáncer que padece. En el relato Planes de futuro dos hermanas, una abandonada por su marido y la otra, viuda reciente, se sienten muy unidas ante la fatalidad de sus vidas. El punto erótico y displicente de los relatos lo pone En el semáforo, una historia de infidelidad montada por una mujer casada con un hombre que vende pañuelos de papel en una intersección regulada por semáforos. En Mudanzas, una pareja bien avenida se separa y prueba a vivir en el mismo bloque, hasta que algo trastoca los planes de uno de ellos. En el relato que cierra la colección, Zona de sombrillas, otro de los destacados, la autora retoma la historia de uno de los personajes anteriores, a modo de colmatar el círculo de los protagonistas que han ido surgiendo a lo largo de las distintas historias contadas en un mismo escenario común, San Cayetano, la zona residencial de una imaginaria ciudad que dio cobijo a todos los hombres y mujeres que aspiraron a más y tuvieron que acometer continencias y composturas a lo largo de las páginas de sus vidas inciertas.

Maite Núñez se estrena con un volumen de relatos bien pertrechado. Muchos de ellos vienen avalados con premios en certámenes literarios de relatos breves. En todos, la voz narrativa femenina tiene una preponderancia sutil y perspicaz. Hay muchas mujeres incomprendidas y valientes, como también hay humor ante tanta rutina e indolencia masculina. En cada fragmento de vida contada hay mucho omitido también, como si la intención de la autora fuera que el relato continuara su estela, en medio de tanta incomunicación, entre las cocinas y los dormitorios de sus inquilinos.

Para los lectores ávidos de historias domésticas e íntimas, este libro de la escritora barcelonesa es una invitación propicia para adentrarse en ese ámbito, un espacio en el que muchos seres, como los personajes de esta colección de cuentos, tratan de sobreponerse a las derrotas cotidianas e incomodarse en tomar decisiones aplazadas o tardías, sin más remedio.


miércoles, 23 de marzo de 2016

Vidas azoradas


Podríamos decir que hay una suerte de necesidad que mueve a determinados autores a escribir. Una simple frase puede ser suficiente para desencadenar en el escritor una idea que dé lugar a un relato o a una novela. Cuando esto sucede, puede optar por reflejar un episodio real en el que él mismo esté implicado, siendo incluso el protagonista, o bien puede elegir la vía del distanciamiento de lo personal y crear una historia fuera de la realidad y de su vida. Sin embargo, nunca se alejará lo suficiente como para evitar que algo de él esté en sus creaciones: su vida, su pasado, su entorno, su forma de ver el mundo y de sentirlo... Todo salpicará, de un modo u otro, a lo que escribe.

Para Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940) nada de lo anteriormente dicho es excluyente del resto para definirla como narradora. Considerada en los círculos literarios europeos como autora de culto, de estilo depurado y desnudo, muy leída y premiada en Italia, se trasladó a Milán en 1968, después de haber vivido en París y Roma, para trabajar en la editorial Adelphi Edizioni y casarse posteriormente con el ensayista Roberto Calasso, su actual presidente. Para esta mujer, entusiasta lectora de Kafka y de su paisano Walser, la verdad interna de un relato, tal como dijera el escritor checo, no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores. De ahí que en los textos reunidos en El último de la estirpe (Tusquets, 2016), bajo la traducción primorosa de Beatriz de Moura, la escritora suiza despliegue todo su oficio narrativo para gozo de sus lectores, entretejiendo una serie de motivos que se repiten una y otra vez. Los arquetipos que discurren por aquí son una constante en su actividad literaria: seres desvalidos, amistades imposibles, desencuentros de padres e hijos, personajes melancólicos y perturbados...

Los veinte relatos que componen el libro no se atienen a una temática común, pero ninguno se distancia de lo esencial: no parece que el sentimiento y la razón sean mundos antagónicos. En los cuentos de Jaeggy hay pasiones en las ideas y razones en los sentimientos de sus protagonistas. Para una escritora tan pendiente de narrar lo esencial, con esa destreza sintáctica que le permite desengrasar toda retórica con un texto límpido, casi sin adjetivación, las palabras han de ser solo las justas y las necesarias, como ya dio cuenta en 1989 con su mejor novela, Los hermosos años del castigo, o en 2003, con otra que fue nombrada mejor libro del año por el Times Literary Supplement, me refiero a la historia familiar y cruel de Proleterka. Posee ese don artístico de pulir la escritura con frases sencillas y menudas, condensadas de expresividad, en donde los silencios insinúen tanto como las palabras, para punzar al lector a que complete lo callado. En una sola línea cabe un trastorno, un asombro o una maldad. Todo lo que cuenta en este volumen reciente va cargado de melancolía y tristeza. En el relato que abre la colección, Sono il fratello di XX, como figura en el original que da título a la obra, el internado, el dolor y la tristeza no le impiden seguir adelante al niño escritor y poeta que, ya de mayor, sabe que “a las palabras pese a todo siempre hay que darles crédito. Al menos hay que fingir que se parecen a su significado. A su significado sesgado”. En Negde, Jaeggy retrata al poeta Iosif Brodsky paseando por Nueva York, como si anduviera a su aire por ninguna parte, que es lo que significa en ruso “negde”. En otro, como la Sala aséptica, un microrrelato sutil sobre la vejez, la autora aparece acompañada de la escritora y amiga Ingeborg Bachmann. En Un encuentro en el Bronx aparece un comensal especial, Oliver Sacks, sentado en un restaurante neoyorquino. En esta historia, la metáfora de la muerte vuelve al relato a través de la mirada de un pez superviviente que espera en el acuario la orden del cliente para su sacrificio culinario.

Los relatos de Fleur Jaeggy no dan sosiego al lector, ni siquiera cuando el protagonista sea un astuto gato, un simple objeto o seres angelicales. Los temores y los silencios que surcan sus páginas producen inquietud y desasosiego, fragilidad e incertidumbre. Los personajes denotan apagamiento y dramatismo. No sabemos cómo hablan, sólo conocemos cómo actúan y cómo se las apañan para sobreponerse.

No le faltaba razón a Sartre cuando decía que no se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en que se digan, como es el caso de la autora de estos susurrantes cuentos, una escritora sintética, atinada en la observación de los pequeños detalles.

Por El último de la estirpe discurren seres aturdidos, expuestos con maestría a ser examinados por el lector a través de cómo miran y cómo gesticulan, con pocas palabras: una sutil manera para constatar la correspondencia latente de sus vidas azoradas.


jueves, 17 de marzo de 2016

Entre cárabos y mustélidos

Dice Ricardo Piglia en Formas breves (2000) que hay dos tesis sobre el cuento: en la primera sostiene que un cuento siempre cuenta dos historias, en la segunda afirma que el cuento es un relato que encierra un relato secreto. Para el escritor argentino, el arte de narrar es un arte de la duplicación, esto es, de presentir lo inesperado, existe un tipo de relato que teje su trama en función de su desenlace, hay otra variedad que, ya desde su arranque, vislumbra su tono y su pathos. Los cuentos de Clarice Lispector pertenencen a esta especie milagrosa de vidas que vibran y chispean. Luego está también el método de representar historias sin comienzo ni final, al estilo de Flannery O'Connor, en las que se utiliza la captura de un instante o de una rutina para mostrar una sorprendente epifanía.

Los once cuentos que componen Mala letra (Anagrama, 2016), su segundo volumen de relatos desde la publicación de su estupendo libro No es fácil ser verde (2008), de Sara Mesa (Madrid, 1976), se valen, de alguna manera, de estas tesis y variantes narrativas referidas, con el añadido de que la autora muestra predilección por los finales abiertos.

La vuelta al cuento, después de sus dos últimos periplos triunfantes por la novela, con Cuatro por cuatro (2012) y, recientemente, Cicatriz (2015), es un respiro que la autora se ha otorgado, como si de un púgil de pesos pesados se tratara, siguiendo la metáfora de Hemingway, que descansa de la dureza del rango y regresa al cuadrilátero a la categoría de los pesos ligeros, un estilo menos grueso, de más movilidad, pero exigente, como pocos, por su versatilidad y virtuosismo.

Para empezar, Sara Mesa da título a su colección de relatos tomándolo de uno de sus mejores cuentos, Mármol, en el que narra las vicisitudes escolares que tuvo que sortear de niña para mantener el tipo de caligrafía que se exigía en la escuela. En El cárabo, el pálpito narrativo transita por un bosque que evoca el ámbito misterioso de los cuentos infantiles. Sin abandonar la época de formación, Apenas unos milímetros y Palabras-piedra abordan también las incomprensiones y los acosos ocasionados por los adultos a los adolescentes, que los afrontarán resistiendo desde la intemperie y la fragilidad de la que disponen por su edad. Con Papá es de goma, la escritora logra su cuento más tenso y palpitante, quizás el más sobresaliente de todos, en donde unos críos ocultan al mundo el misterio de su hogar. En el último, titulado Mustélidos, rescata de la historia la famosa pintura de Leonardo da Vinci, La dama del armiño, para extraer la atmósfera de los museos y los zoos, que tanto interés y desasosiego producen en los niños. Lo cuentos de Mala letra, en definitiva, hablan sobre todo de niños que no comprenden el mundo de los adultos, pero perciben sus puntos fuertes y tambien sus debilidades.

Mala letra es un compendio de relatos de inventiva fecunda, bajo la atmósfera común de la apariencia cotidiana, en la que parece que nadie sospecha que suceden tormentos, injusticias y remordimientos. Ese es el sitio común donde se cuecen los pequeños misterios de la vida, donde se resume la complejidad del mundo. A Sara Mesa le tiran, además, los escenarios fríos y cerrados, hasta cierto punto deshumanizados, como se aprecia en sus novelas (centros comerciales, ciudades sin nombres, casas cerradas, edificios extraños), por donde sus protagonistas se las apañan como pueden: en su condición de personajes solitarios, raros y angustiados. Sobre ellos se posa una mirada fría, sin ánimo de justificar ni honrar sus vidas, sino sólo de mostrar las derivaciones de la vida corriente y, en cierto modo, caótica de estos seres apabullados por el destino. La idea seminal de estos cuentos gira por el mapa de las vidas de la gente común, de niños angelicales y perturbados, de seres desvalidos, de apariencia normal, que se encuentran alienados en su entorno.


Nos encontramos ante una escritora acreditada y solvente, poseedora de un lenguaje ágil y desnudo, muy visual, con mucha intensidad narrativa. Sara Mesa entrega un fresco literario en el que lo abominable y lo prodigioso se dan la mano. Qué más da su mala letra. Lo bueno es cómo lo cuenta.

domingo, 13 de marzo de 2016

Auto de fe

Soy un lector omnívoro, sin prejuicios ante la lectura tomada entre las manos, porque lo que más me entusiasma de verdad, por encima del género, son los escritores lúcidos, los que sienten que de algún modo la obra se construye y desarrolla sobre la nada, que un texto para tener validez debe abrir nuevos caminos, debe tratar de decir lo que aún no se ha dicho. Autores que necesitan inventar un universo imaginario donde refugiarse de la aspereza de la vida real. Esos que conciben a la literatura como una enfermedad crónica, un mal del que necesitan escribir siempre, un cauce para saber de sí mismos, utilizando el libro como una máscara, como un disfraz que les permita ser desde la aparente incertidumbre que otorga la ficción.

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) encaja, como pocos, en ese canon, al ser un autor convencido de que un libro nace de una insatisfacción, de un vacío, cuyos contornos van revelándose en el transcurso de la creación hasta perfilarlos definitivamente al final de la misma. Escribirlo, seguramente, es llenar ese vacío. Si hay algo notorio y distintivo en la escritura de Vila-Matas es que no hay ninguna novela suya encasillada en lo convencional. Todos sus libros son enigmáticos: Historia abreviada de la literatura portátil (1985) es una mezcla de ensayo y ficción radical; Suicidios ejemplares (1991) y Lejos de Veracruz (1995) indagaciones de vida y muerte desde la metáfora de la desesperación; y Barleby y compañía (2000), El mal de Montano (2002) y Doctor Pasavento (2005), son tres obras que marcan un camino literario de abismo y vértigo al mismo tiempo. Y así sucesivamente. No hay propuesta creativa suya que no revele ese motor inagotable de ideas que conforma su universo literario y su manera personal de plasmarlo.

En Kassel no invita a la lógica (2014), el escritor barcelonés hablaba de grandes esperanzas en torno a la vida y al arte. Ahora irrumpe con una novela breve para seguir rindiendo culto a la creación plástica y literaria. Con Marienbad eléctrico (Seix Barral, 2016), Vila-Matas se asocia en esa línea a la experiencia artística, compartiendo pasajes y reflexiones con la francesa Dominique González-Foerster, una figura relevante internacionalmente en el arte contemporáneo.

A partir del año 2007, ambos concertaron encuentros por distintos lugares, mayormente en el Café Bonaparte de París, para debatir y dialogar sobre la “república del arte” (pág.12), e intercambiar impresiones en un ambiente en el que el arte se perciba “más intenso como experiencia que como imagen” (pág. 106). No hay novela de Vila-Matas en la que la cita de otros autores no esté presente. En esta hay resonancias y apariciones de toda índole, desde la del joven Rimbaud a la del pesimista Cioran, guiños para Gombrowicz, evocaciones sobre su admirado Robert Walser, como la que hace cuando enfatiza la mirada que pone Dominique en la creación artística, con estas palabras del suizo: “no hace falta ver nada extraordinario, pues ya es mucho lo que se ve”, (pág. 59). Y muchas otras presencias más, como las de Perec, Ribeyro, Sebald o Borges. No le importa confesar que su originalidad de escritor se fundamenta en “la asimilación de otras voces”, (pág. 73).

En las páginas siguientes, el propio autor desvelará de dónde sale y por qué el título de esta obra. La Marienbad checa, lugar de grandes balnearios acristalados, aparece en la imaginación del escritor totalmente electrificada, una reinvención de la película de Alain Resnais El año pasado en Marienband.

Marienbad eléctrico es un texto a modo de diario en el que el lenguaje visual se funde con la ficción literaria, una prueba más para demostrar que a la narrativa vilamatiana es difícil encorsetarla en los parámetros clásicos de la novela. En estas conversaciones entre Dominique y el autor hay, además, resquicios para que el lector intervenga e indague a su manera sobre las múltiples bifurcaciones del libro.

Vila-Matas explora y ofrece unas teorías, como ya hizo en su anterior libro de Kassel, sobre las interrelaciones de la literatura con esa envoltura propia del arte moderno, capaz de convertirla en una especie de performance, un territorio poroso para la libertad narrativa y la controversia artística.

Ningún artista soporta la realidad, y menos Vila-Matas. Los lectores fieles a este singular y extraordinario escritor tenemos una oportunidad más de comprobar cómo la imaginación y la inventiva de un autor nos empujan a creer, como auto de fe, en su obra literaria. La buena ficción nos concita a una pregunta retórica: ¿Y si esto pasara? Lo mismo que la mejor no-ficción, como es el caso de esta novela, tal vez ofrezca otra posibilidad más compleja y ambigua: puede que esto haya pasado así, o no. La vida artística es un experimento y una creencia.

Vila-Matas tiene esa habilidad literaria de complicar la vida del lector. Su literatura nos remite a algo diferente. Nada surge porque sí, sino que también trasciende y anuncia, como decía Ribeyro, que no es necesario ir a buscar aventuras: la vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura.



martes, 8 de marzo de 2016

Un padre infame

La historia de la literatura está plagada de libros donde la relación padre-hijo estalla en desencuentros, odios, crímenes y liberaciones. La importancia de la figura del padre en la escritura es milenaria. Desde el Pentateuco hasta los libros proféticos de la Biblia, desde las tragedias griegas hasta la épica romana hay toda una extensa nómina de obras que abundan en esa temática. En el teatro de Sófocles, la trascendencia del progenitor en el destino de sus hijos es casi tan sagrada como cruel. En cambio Virgilio nos revela en su epopeya cómo Eneas no demora la tarea que le había encomendado Anquises, su padre, emulando su figura como artífice para continuar con la saga en busca de esa liberación que los dioses ya le habían predeterminado.

Kafka y otros muchos escritores han considerado la figura paterna un serio obstáculo para el desarrollo de sus vidas y han bajado a los infiernos de sus experiencias para relatarnos con detalle el pasado oscuro de sus progenitores, hombres crueles que les marcaron y mancillaron su infancia y juventud. La muerte del padre es un acontecimiento crucial, un detonante que cierra la gran paradoja de la existencia: enterrar a quien engendró la vida, liberarse de su influencia.

El ensayista, filósofo y escritor Pascal Bruckner (París, 1948) tuvo que vivir esa paradoja hasta que su padre falleció. Su liberación definitiva no llegó hasta que logró escribir Un buen hijo (Impedimenta, 2015) que concluye con un sentido epílogo en el que afirma que el regalo más hermoso que le hizo su padre es la certeza de haberle permitido pensar mejor pensando contra él. La literatura como rescate cuenta con libros como este donde esos dilemas ineludibles de la existencia tienen correlación y sentido. “El mundo –como dice el autor en el último párrafo– es una llamada y una promesa... y mientras sigamos creyendo, mientras sigamos queriendo, estamos vivos”.

Este libro lúcido, directo y sincero condensa todo el sentir de Bruckner en relación a su padre y a la realidad abrumadora y terrible que sobrellevaba, desde su infancia, pasando por su juventud, hasta llegar a la madurez. El tono de esta novela autobiográfica arranca intempestivamente en la primera página, en la que el narrador, de apenas diez años, relata cómo en su oración recatada diaria le suplicaba a Dios Todopoderoso que provocara la muerte de su padre. No hay más razones para sospechar que detrás de la oración de un crío desvalido se cuece un clamoroso calvario que pide o, más bien, exige auxilio y rescate. Lo que viene a continuación no es más que una vida marcada por la convivencia con un padre abominable y déspota en la que a lo largo de los capítulos muestra hasta dónde llega el desvarío de un hombre infame y mujeriego al que el narrador (el hijo) llama verdugo, torturador y monstruo; un ser despreciable que somete vilmente a su mujer a las peores vejaciones. Su comportamiento no se ciñe al ámbito del hogar, sino que, fuera de casa, también dará rienda suelta a su brutalidad como colaborador del nuevo orden que enarbolaba Hitler. Este padre, ingeniero de minas, derrocha una actitud rabiosa y desconsiderada sobre todos los que no piensan y obran como él. Se burla del humor de los Hermanos Marx y deplora el cine de Chaplin. Siempre aspiró a grandes posesiones y lo único que hizo en su vida fue endeudarse hasta los ojos, para acabar en la ruina más absoluta. Este personaje aborrecible y colérico acabará, después de haber enterrado en vida a su mujer, en una residencia de ancianos, tristemente abatido por la enfermedad, abandonado por todos, pero con la insólita compasión de un hijo que, para perplejidad del lector, muestra signos contradictorios con el triste desenlace de la existencia de su infame padre.

Un buen hijo es un hermoso libro, una novela perturbadora que no te deja indiferente, de prosa ágil e intensa, una historia dura y reveladora sobre un trasunto ominoso que cala en el sentir del lector, una obra estupendamente traducida por Lluís María Todó, que deriva en un ajuste de cuentas o, como dice acertadamente Juan Manuel Bonet en su meritorio prólogo, en un “parricidio literario”, que alterna el brío narrativo con pausas reflexivas de mucho calado filosófico.

Es necesario leer muchos libros para que los más interesantes, como este que firma Bruckner, decanten su jugo y trascendencia. Cuando esto sucede, entonces el gozo recibido es enorme y duradero.


viernes, 4 de marzo de 2016

Seres atareados

Cuenta Murakami en su famoso libro sobre correr, en el que reflexiona sobre la influencia que este deporte ha ejercido en su vida, que Somerset Maugham escribió que “todo afeitado encierra también su filosofía”. Esa teoría del británico viene a decir que llevar a cabo cualquier acto, por insignificante que sea, con el ejercicio cotidiano y su repetición, acaba por derivar en algo parecido a una contemplación reflexiva.

Dice Felipe R. Navarro (Málaga, 1969) al final de Hombres felices (Páginas de Espuma, 2016) que “los libros los escribe un hombre pero los apuntalan muchos”. Para un escritor como él, que afirma que “uno se dedica a algunas cosas, y es otras”, no puede evitar confesar que de entre esas cosas a las que nunca renuncia es a correr. Cuando Navarro habla de correr, el malagueño, igual que Murakami, habla de esas otras cosas importantes que le atañen: de emociones, de anécdotas, de filosofía de vida, de experiencias y, también, de hombres felices.

El escritor adaluz, después de quince años de silencio, tras su libro de cuentos Las esperas (Renaciemiento, 2000) vuelve con un nuevo volumen de relatos, que parece vaticinar lo feliz de este regreso en su hermoso título, habiendo dejado atrás una convalecencia dura a causa de un percance grave sufrido en un entrenamiento. Navarro se sobrepone a sí mismo, rompiendo su promesa de no volver a escribir con estas epifanías indisimuladas de vida, conciencia, orden y desorden que protagonizan seres corrientes y dispares.

Los dieciocho cuentos reunidos en Hombres felices responden a la mirada particular que sus protagonistas desvelan de sus azarosas vidas. Navarro no esquiva que los seres que aparecen procedan de los márgenes propios de la supervivencia y apunta a que de ese lado surge la verdadera felicidad, que no tiene por qué provenir de un paraíso extraño. Es, precisamente desde esa verosimilitud de lo cotidiano, esa realidad que se repite cada día, desde donde se produce el milagro de gozar la vida. En el cuento Orígenes del turismo prevalece el argumento sobre el mito de Sísifo, un enfoque cercano al existencialismo, al juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida como repuesta a la cuestión fundamental de la filosofía, tal como Camus revelaba en su obra. En el microcuento El orden lógico de las cosas, que añade una autocensura irónica sobre la adjetivación, la velocidad con que ocurren las cosas se contrapone con la parsimonia del personaje secundario femenino que se esmera en sus tareas domésticas. En otro, de título interminable, el autor refiere la historia de un hombre en paro que vuelve a trabajar y a sonreír, en el que el azar le brinda otra oportunidad más de sacar adelante a su familia, otro vislumbre más de vida y esperanza. La modificación sustancial de las condiciones de trabajo, es una historia en la que la protagonista trabaja con ardor y empeño en casa, enfundada en un camisón, preparando una ponencia sobre el artículo 141 de los Estatutos de los Trabajadores. Aquí el derecho y la literatura convergen en los matices de pactar algo y obligarse a cumplirlo, sin trampas, frente a la incertidumbre del tiempo. Es el cuento más largo y, quizás, el más trascendente por lo que retuerce a la realidad y por lo que contrapone como ficción narrativa. En otros momentos, los relatos se muestran como estampas de lo cotidiano en lo que parece que nada ocurre y, además, los seres que transitan por ellos comentan felices esas pequeñas cosas que modifican la rutina: el estado del ascensor de la vivienda, el orden y desorden de la cocina, los programas televisivos, las noticias que suceden...

Hombres felices es un reencuentro con la literatura de la vida, de la calle, unos relatos que rastrean la vida de la gente corriente en sus quehaceres, mediante una prosa intensa y ligera, a retazos lírica y casi exenta de adjetivos. Para Navarro, el sustantivo y el verbo acompasado se valen para extraer el jugo de lo que se quiere contar desde el lado recóndito de los personajes que irrumpen en cada episodio sin más aderezo que la ironía y el humor, logrando poner en entredicho al lector cuando conjuga si se encuentra ante hombres que simulan su felicidad o, más bien, hombres que se acoplan a sus vidas precarias del hogar para mirarse desde ese lado y sentirse más reconfortados y protegidos de las inclemencias del mundo exterior.


Así se teje el alma de estos Hombres felices, un estupendo libro de relatos que no se aparta de lo humano y de lo complicado e incierto del arte de vivir.

martes, 1 de marzo de 2016

Nein es nein

El aforismo tiene una larga presencia en la cultura occidental. Y además de una larga presencia, una extensa lista de cultivadores insignes. Los primeros aforismos, de procedencia griega, delimitan ya algunas de las características propias del género. A lo largo de los siglos esta sutil corriente de pensamiento, que a veces casi se extingue en algunos períodos, quizá por su dificultad constructiva, va haciendo tanteos, probando fórmulas, adoptando diferentes nombres y va tomando, paulatinamente, conciencia de sí misma, por así decirlo. Pero en ninguna época, como la que ahora vivimos, gracias a la globalización de las nuevas tecnologías, el aforismo nunca había logrado hacerse tan expansivo hasta alcanzar un carácter tan universal, no solo por rememorar a través de las redes sociales a los grandes pensadores a tanta gente, sino también por las posibilidades que otorga el medio para los nuevos practicantes y entusiastas de estas breverías, máximas, sentencias, axiomas o chispas reflexivas que se caracterizan por su concisión didáctica, agilidad crítica y cierta tendencia ilustrada.

Eric Jarosinski (Wisconsi, 1971), profesor y experto en literatura y cultura alemanas, se unió en enero de 2012 a Twitter y fue uno de los primeros escritores en usar su smarthpone como medio para escribir. Descubrió un espacio insólito para emprender un camino en el que plasmar sus metáforas nihilistas, en ese afán de destilar breves sentencias como campo de experimentación del pensamiento y del debate a través de las redes sociales. Dr. Nein, como se le conoce en la esfera internauta, cuenta con una legión de seguidores en la red virtual, gracias a su forma filosófica de entender la vida con sus aforismos, cuya rotundidad y autonomía no dejan indiferente al lector. No le falta razón a este peculiar profesor cuando afirma que los aforismos apelan a la verdad de una forma mucho más explícita que la poesía, cuyos versos uno no cuestiona si están en lo cierto o no. El aforismo, además, añade ingenio, un elemento clave y propio del género.

Anagrama, un año después de que apareciera publicado en Nueva York, edita Nein. Un manifiesto, una recopilación de los tuits que Jarosinski fue colgando en los últimos tres años en su cuenta de Twitter. Conocedor en profundidad de la obra de Marx, Kafka y Nietzsche, no faltan en sus aforismos referencias múltiples de estos autores, en especial de este último que es casi su filósofo de cabecera, un autor omnipresente en sus citas, fuente de inspiración para explorar y exponer nuevas ideas que provengan de la contradicción filosófica del teutón, perfectamente compatible en todas las esferas sociales que rigen la actualidad del mundo. El aforismo para el americano conlleva, en su naturaleza fragmentaria, ese posicionamiento de contrarrestar la realidad social, de ponerla en entredicho y de hacernos reflexionar sobre determinadas obviedades de la vida de hoy, cuestionándolas y poniéndolas patas arriba.

Tal vez, por la extrema libertad con la que habla de todo lo que rezuma política, en ningún caso sus reflexiones parecen ser académicas, ni de estricta o pacata ortodoxia, sino que el humor y la ironía que apuntan sus dardos aforísticos hacen a este escritor más fascinante aún. Lo que irradia su manifiesto es un nihilismo sin pasión, detrás del cual se esconde un ser de sonrisa contenida, casi patibularia, pero nada frívola.

Jarosinski no parece un neófito en estos menesteres del género, domina el lenguaje y la forma a la perfección; le gusta imprecar para dar rienda suelta al hastío dominante de las vidas solitarias y ultrajadas de la mayoría de la gente; se mueve como pez en el agua entre la paradoja, la metáfora y el juego de palabras Sus aforismos son sarcásticos e irónicos y para muestra de ellos aquí van algunos ejemplos:

Seamos sinceros: Todo es política. El resto es estética. Que también es política.

Nos permitimos recordarles que: En la traducción nunca se pierde nada. Se esconde. A negociar las condiciones de rendición.

Lee lo que está escrito. Pregúntate cómo está escrito. Lee lo que no está escrito. Pregúntate por qué.

Fin de semana: Los dos días de la semana en los que tu alienación es sólo tuya.

Matrimonio: Un sindicato de dos almas. En huelga.

Patriotismo: El amor al país que profesan aquellos que nunca han salido de él...

El manifiesto de Jarosinski no es ninguna broma, es el no de Nein. Recoge una voz irreverente, filosófica y nada impostada que transita por la web aforística, una voz de caracteres limitados, inconformista y autocrítica, dispuesta a seguir diciendo no a muchas cosas y a muchos impostores, pero sin ningunear el hecho de sobrevivir. Ese es el valor fundamental de la especie humana: sobrevivir es esa tarea irrenunciable de asumir la vida única que tenemos, en donde el progreso y la esperanza están sobrevalorados y el humor, desgraciadamente, menos.