lunes, 26 de octubre de 2015

Enseñanzas y convicciones (o al revés)

Hace bastantes años conocí la existencia de Rubem Fonseca. Ocurrió en un viaje sorpresa que hice con un amigo a Brasil y Paraguay. Este escritor brasileño, profundamente provocador, planteaba lo siguiente: ¿qué hace falta para convertirse en escritor? Cuatro cosas, dijo. Y las fue explicando: primero, saber leer, y entender y comprender lo que se lee; segundo, ser una persona atenta, estar motivado; tercera condición necesaria, paciencia, acumular mucha paciencia (se refería a los diez años que tardó Juan Rulfo en escribir Pedro Páramo), y por último, imaginación. Hay otra actitud necesaria para escribir, añadía, el coraje, el valor, la bravura.

Podría decir, haciendo acopio de este recuerdo inolvidable, que Los desayunos del Café Borenes (Galaxia Gutenberg, 2015) de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) merodea y profundiza en gran medida sobre esa misma materia aludida por Fonseca, pero aquí se incorpora al debate la otra parte, quizá la más importante de la literatura, la presencia activa del lector. Díez viene a contarnos, sin ánimo académico, que la verdadera fuerza y palanca que tiene el escritor para conquistar el alma del incauto que se aproxime a leer su obra radica en el poder de la imaginación (igual que subrayaba el autor sudamericano). Para él, además, un buen libro de ficción es siempre la historia de unos desconocidos que acaparan, primero la curiosidad y, paulatinamente, la atención del lector. En definitiva le corresponde a este último dictaminar si lo que cayó en sus manos mereció la pena.

Los dos textos reunidos en este pequeño volumen conforman una reflexión sincera y cabal sobre la creación literaria y sus vericuetos. En el primero de ellos, que da nombre a la obra y al que su autor califica de “opúsculo”, nos presenta a unos tertulianos que se reúnen en torno a un café, bajo la intempestiva presencia de Ángel Ganizo, protagonista y alma mater de esa cofradía literaria, un novelista experimentado que anda sumido en una crisis artística. Este hecho le permite alejarse de otros cafés profesionales y encontrarse en el Café Borenes con sus amigos, a los que llama cariñosamente, “cofrades de la divagación”. El segundo texto, que lleva por nombre Un callejón de gente desconocida y Mateo Díez acota como “recuento”, invita al lector a reflexionar sobre el engranaje de la ficción, sobre el impulso de escribir y sus obsesiones, así como los entresijos de dicha tarea, sin olvidarse de la épica propia que toda creación narrativa conforma.

Ambas partes resumen toda la poética narrativa concebida por el veterano escritor leonés. En ellas, Díez muestra su laboratorio creativo, esos tubos de ensayo donde experimentar sus ficciones y verter la fórmula de su estilo y de su universo literario. La literatura, según su perspectiva, es una fiesta y un laboratorio de lo posible, una manera de construir una historia desde lo desconocido, con los utensilios de la imaginación y las palabras, hasta irrumpir en la lectura. No hay escritor que no sea lector –sentencia–, por eso el camino de la escritura, más allá de la valía y de la necesidad vocacional de quien la ejerce, arranca en la lectura, y en ese territorio, lo imaginario se desborda. El lector hace suya la historia, sustituye al creador y se erige en otro arquetipo que vive y experimenta la aventura escrita.

La escritura es una de las experiencias más intensas que uno puede vivir, como cuenta Mateo Díez, una experiencia como pocas, apasionada y obsesiva, que se asemeja a los logros y tropiezos de la propia existencia. Sin duda, Los desayunos del Café Borenes es un libro exigente, como la vida misma, que no se complace con mucho de lo que se ofrece en los escaparates de las librerías, y que impulsa al lector a ser comprensivo, pero no piadoso con lo que lee.

Luis Mateo Díez confirma su maestría con este nuevo libro, un texto lúcido y hermoso que no oculta cierta melancolía, espejo de la situación por la que atraviesa el género novelístico en estos tiempos, una obra entre la ficción y el ensayo donde hay claves reveladoras para entender las convicciones literarias y la manera de interpretar la novela de su autor, todo un diagnóstico comprometido con el género y sus avatares, razones más que suficientes para celebrarlo y convertirse en sus lectores plenos.


Primero me lo prestó un amigo, después me lo compré para tenerlo y volverlo a leer. Los desayunos del Café Borenes tuvo esa trayectoria personal de retorno, un regusto excepcional e íntimo que solo otorga la relectura de un buen libro. [Reseña núm. 247]

lunes, 19 de octubre de 2015

Éxtasis y melancolía del coito

Todos los artificios amorosos son posibles. En el terreno del amor no hay vallas, ni faros, ni minas. Todo es un viaje libre, una aventura irresistible, de rumbo incierto. Por mucho que interpretemos, por mucho que busquemos acerca de sus errores y malentendidos, todo lo que tiene que decirnos cualquier apasionamiento o desengaño amoroso está ahí, tan a la vista como la carta robada del cuento de Poe, esa carta que estaba a la vista de todo el mundo en un tarjetero de cartón sobre la repisa de la chimenea. Allí la encontró el inspector Dupin, justo en el sitio donde nadie había ido a mirar. Y eso es lo que la escritora Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941) propone con esta nueva colección de cuentos amorosos: asomarnos al tarjetero de estos relatos reunidos en Los amores equivocados (Menoscuarto, 2015) para abrirlo y examinar lo que hay allí dentro sin más, sin ningún tipo de prejuicios, buscando solo lo que cada historia dice de forma evidente. Ninguna es igual a las otras, pero todas reparan en lo mismo: lo inconfesable.

Si en Habitaciones privadas (2012), la hispano-uruguaya rastreaba las vivencias personales de los habitantes de una gran ciudad en los espacios mínimos propios de su vorágine urbana: la habitación de un hotel, un plató de televisión, el despacho de una oficina o un cuarto infame en el extrarradio, aquí, en Los amores equivocados, Peri Rossi irrumpe con otra vuelta de tuerca, que es la de mostrarnos las vivencias íntimas de sus personajes en el terreno sexual, de manera explícita. En todo caso, podríamos decir que el tema inequívoco y recurrente de estos cuentos es el deseo, como pulsión de vida y de muerte, un asunto candente muy frecuentado en la poesía de su autora, nada reacia a proclamar el amor físico y afectivo en muchos de sus poemas. El deseo –subraya en uno de sus versos– es la fuente de toda actividad humana.

Las historias que componen este libro de relatos transitan por ese sendero mágico y atractivo de la seducción y el deseo incontenible; un camino pasional, de aparente final feliz, pero, en su mayoría, cargado de incertidumbres, controversias y pesares. En Los amores equivocados aparecen hombres y mujeres perturbados y, a la vez, seducidos por una incontinencia sexual arrolladora: un camionero recoge a una joven autoestopista que le alterará su moralidad; en el relato que da nombre al título del libro, una mujer se encuentra al cabo del tiempo, en una lejana ciudad, con aquel hombre delicado y sensual con el que perdió la virginidad; dos amigos huyen despavoridos ante la belleza arrolladora de la mujer que tanto soñaron; en otro cuento, todo iba bien en la refriega amorosa de un hombre y una mujer, hasta que ella le suplica que la llame puta; un hombre atareado en su acometida amorosa, que se asfixia con un pelo impertinente del pubis de su amante... Estas vicisitudes clandestinas y otras tantas ilícitas conforman la totalidad de los once cuentos del libro. Cristina Peri Rossi narra con intensidad y detalle pasajes secretos de mujeres apuradas y hombres ardientes, todos ellos apasionados por vivir intensamente esos minutos salvajes que el destino les brinda, un terreno propicio y obstinado con el que se siente cómoda la poeta y narradora uruguaya, un canal muy suyo por el que circula torrencialmente la vida y la literatura.

Peri Rossi sabe que el amor es una droga dura, como sabe que la pulsión sexual es consustancial al desenfreno. La autora deja entrever en su recorrido por las escenas más íntimas de los personajes del libro que la pasión se combina con lo dulce y con lo amargo, que en el despliegue amoroso confluyen lo íntimo con lo que aflora en la piel, como la delicadeza con la virulencia carnal. Todo esto y más hallan hueco entre las líneas rojas de una prosa viva y concisa, sin apenas necesidad de acudir al adjetivo, pero, en cambio, bien centrada en la eficacia del verbo y el énfasis del sustantivo.


Los relatos de Los amores equivocados son un viaje narrativo y erótico que reservan al lector momentos íntimos y secretos en el ámbito del amor, una oportunidad de acompañar a sus protagonistas, seres apasionados que deambulan por azares del destino entre las intermitencias del amor y las traiciones que conlleva su existencia. Son historias breves verosímiles, llevadas a cabo por hombres y mujeres actuales que viven atrapados entre el bullicio urbano y la soledad de sus vidas, pero que no se resisten a gozar de cualquier envite o deseo fortuito que les brinde la ocasión en sus paseos desvalidos por las avenidas de la ciudad, aunque ese éxtasis efímero deje su inevitable y prolongado poso de melancolía. [Reseña núm. 246]

miércoles, 14 de octubre de 2015

Aquí y ahora, nada más

Decía Susan Sontag con un arranque seco, tan propio de su estilo, en su libro La enfermedad y sus metáforas (1978), que “a todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”. Y, aunque preferimos usar siempre el pasaporte bueno, es decir el del reino saludable, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano del reino de los enfermos. El mes pasado, la editorial Tusquets publicó Arenas movedizas, el libro más personal e íntimo de su autor, el novelista y dramaturgo Henning Mankell (Estocolmo, 1948 – Gotemburgo, 2015), escrito, precisamente, desde ese territorio adverso de la enfermedad, del que hablaba la norteamericana. Hace tan solo unos días, este gran maestro de la novela policiaca escandinava, creador del célebre inspector Wallander, falleció después de mantener una dura batalla contra el cáncer que padecía.

Parece que el destino conforma el puzzle de cualquiera de nosotros, de forma que algunas piezas encajan, para sorpresa de muchos, de una manera que nos predisponen a poner en entredicho la lógica del mundo, en favor del misterio que aguarda la aparición de la enfermedad en nuestras efímeras vidas. Sufrir un cáncer, dice Mankell en las primeras páginas del libro, es una catástrofe en la vida que solo después de transcurrir un tiempo, sabes si has sido capaz de enfrentarte a él de la forma más adecuada y le has ofrecido la resistencia más efectiva. No hay garantía alguna. En Arenas movedizas el novelista sueco comparte los miedos de la enfermedad, el duelo frente a sus estragos y el arte de sobrevivir a lo largo de 67 episodios extraídos de su propia vida, el mismo número de años que el destino quiso poner a su existencia.

No me cabe la menor duda de que este libro, que ha firmado Mankell en vida, es su verdadero testamento literario, su obra más profunda y reflexiva, un legado que resume su trayectoria por el mundo como hombre y como escritor. En ninguna de las facetas de su intensa vida se muestra alejado de los más necesitados, como tampoco desligado de ese sentimiento de velar y comprometerse con salvaguardar el futuro del medio ambiente. Para él, una persona solidaria y comprometida con su tiempo, nada de lo que ocurre a su alrededor le es ajeno y mucho menos esa conciencia de lucha perpetua para sobreponerse ante la adversidad y luchar por la supervivencia como cualquier otro ser vivo.

Henning Mankell despliega, por las casi cuatrocientas páginas de este conmovedor memorándum literario, una lucidez intelectual fuera de lo común. Quien lea estas memorias se reconfortará por la trascendencia de su escritura: un relato hermoso de la vida de un hombre enfrentado a la dura prueba de la enfermedad y la muerte. Los miedos de Mankell alumbran al lector, su voz narrativa le lleva por el laberinto intrincado de su recorrido vital entre el frío clima de Suecia y la tierra caliente de Mozambique, los dos puntos existenciales que resumen su deambular por el mundo, dos intersecciones que han dado sentido a su vocación literaria y a su vida. No solo fue un magnífico escritor de novelas policiacas capaz de desvelar la verdadera cara de los criminales, esos personajes de apariencia pacífica, como los que transitan por dentro de Asesinos sin rostro o Los perros de Riga, sino que empleó el espejo del asesinato para retratar de forma crítica a la sociedad contemporánea escandinava.

En Arenas movedizas se examina el hombre frente a la naturaleza y se alternan los recuerdos de la infancia de su autor con reflexiones en torno a la muerte, el miedo, la esperanza o sus creencias más íntimas, pero, sobre todo, lo que más se invoca en sus párrafos son esas ganas de vivir la vida en el momento presente, ya que, mal que nos pese, nada podemos hacer sobre la duración de nuestras vidas fútiles. Mankell advierte que la imaginación y las circunstancias peliagudas por las que atraviese uno en un momento determinado no soportan suposiciones demasiado improbables sobre cómo será la vida en un tiempo que sobrepasa nuestro horizonte.


Por último, cabe destacar del malogrado escritor sueco el testimonio sincero y luminoso que nos deja en este relato sobrio, escrito con maestría y hondura, que invita a pensar en las cosas importantes de aquí y ahora, de nuestro paso fugaz por el mundo. Y ahí reside también lo extraordinario de nuestra existencia y lo meritorio de la historia de este libro, nada que ver con un repique de campanas complaciente, sino que se parece más a la partitura melodiosa de un réquiem compuesto por un escritor sesudo y coherente que nos dejó para siempre hace tan solo una semana. Léanlo y escuchen el tono de su melodía. [Reseña núm. 245]

sábado, 10 de octubre de 2015

De niños extraños

Muchos de los males y sufrimientos que padecemos provienen de nuestra incapacidad para liberar tensiones y fuerzas extrañas que existen dentro de nosotros mismos. Cuando alguien nos rechaza, por ejemplo, nos rebelamos por dentro y, de alguna manera, nos aferramos a ese rechazo. Esto genera una tensión muscular que, si no se desbloquea a tiempo, puede producir una alteración que afecte a nuestra percepción de lo que ocurre en el mundo que nos rodea y, lo que es peor, puede arrastrar dolencias desde la infancia. Los cuentos reunidos en El cuerpo secreto (Páginas de Espuma, 2015) de la escritora Mariana Torres (Angra dos Reis, Brasil, 1981) tienen mucho que ver con los males, las rarezas y las tensiones que desde la tierna infancia llevan sobre sus espaldas o en el interior de sus cuerpos muchos de los niños que se mueven por las historias que transcurren en la sorprendente ópera prima de esta joven autora.

Son treinta y cuatro relatos (igual que los años que cuenta su creadora) escritos en formato breve. La mitad de ellos, microrrelatos. Pero todos ellos revestidos de esa sencillez, intensidad e imaginación que hacen que la magia del cuento produzca esa doble alternancia propia del género: si es real parece inventado para el lector y, si es inventado, parece real. Uno de los rasgos más significativos de esta colección de cuentos de Mariana Torres es, precisamente, que más que narrar historias las esboza con pinceladas fantasmagóricas y surrealistas. Es en el ámbito sensorial por donde transitan sus personajes, la mayoría de ellos niños extravagantes que huelen diferentes al resto, comen otros alimentos o sienten otros pálpitos, mayormente para echar afuera el dolor que llevan consigo: en Esos niños que lloran se airea el grito ancestral de las catacumbas; en El monstruo está despierto, uno de los relatos más extensos, el miedo se disipa entre los huérfanos de una casa, siguiendo el ritual que la madre ausente dispuso y que aprendieron de memoria; el destino previsto para El niño pera es descorazonador; en otro relato, al pequeño Óscar le toca en suerte comerse una semilla que le germinará en su interior hasta convertirse en un árbol esplendoroso y dejarlo extenuado; después, en Pólvora o en Época de muda, dos de los microrrelatos más meritorios del libro, la acción no es lo más sobresaliente, lo que importa es el cauce de las palabras y sus efectos en el lector.

Los cuentos de Mariana Torres son historias intermitentes que nacen del sueño, flashes visionarios e imágenes poéticas protagonizadas en su mayoría por niños que, progresivamente, conforme avanzan los cuentos, se van convirtiendo en adolescentes y adultos. En cualquier etapa por donde transcurra el relato, se comparten soplos literarios intensos, perturbadores y extraños que desencadenan un friso de naturaleza onírica en el conjunto de todos ellos. Todo parece asociarse entre el cuerpo y el espíritu de esos seres que aparecen por sus páginas arrastrando algún lastre adquirido anteriormente.

En esta primera incursión de la escritora brasileña en la narrativa breve hay alma y cuerpo, magia y terrenalidad, dolor y gozo, muerte y vida en comunión con la naturaleza, hasta el punto de sentirla como un trasunto de sus personajes fundidos con el escenario por el que deambulan. La voz narrativa es fresca, ligera y atinada, con una prosa poética llana, alejada de hermetismo, que se caracteriza por transmitirnos la emoción y la sensibilidad que ponen sus protagonistas al fijarse en las cosas que les rodean. Lo único que le corresponde al lector es trasladarse sin prejuicio a vivir el texto de manera parecida a sus personajes, sintiendo en su cuerpo las consecuencias del miedo, ese miedo que nos protege, nos avisa, y que quizás, incluso, nos ayuda a soportar lo insoportable.

El cuerpo secreto totaliza una treintena de inquietantes miniaturas que suman sin restar atributos a esta nueva voz narrativa, invitándonos a seguir de cerca sus pasos y tener en cuenta su trayectoria en este difícil y exigente género de la narrativa breve en los próximos años, un resquicio que ya ha solventado con holgura en su debut.

El sello Páginas de Espuma afina con la publicación de este libro, una novedad literaria que encaja adecuadamente en esa extensa nómina de su catálogo, donde conviven clásicos y maestros del género con nuevas promesas, como Mariana Torres, que irrumpe en la actualidad literaria con este imaginario de niños extraños cargado de calidad, frescura y empuje. [Reseña núm. 244]


martes, 6 de octubre de 2015

La novela de nuestro tiempo

A veces, muchos lectores tenemos la impresión de que cada día abundan más las novelas que no son novelas y que están escritas por novelistas que no son verdaderos novelistas con el único propósito de atrapar a lectores que no leen. Parece que lo que hoy entendemos por novela, más que un género autónomo, de rasgos definidos y desarrollo bien delimitado en el tiempo, tiende a ser considerado un batiburrillo impredecible que arrastra con todo aquello que sea susceptible de narrar. Algo así como que la novela está concebida para eso, porque nada tiene de género delimitado y contornos definidos, a diferencia de la poesía o el teatro que, nada más nombrarlos, lleva implícito en quien escucha un concepto claro e incuestionable.

En lo que llevamos de este siglo XXI, el asunto suscitado alrededor del significado y del marco de creación de la novela ha provocado reacciones bipolares entre críticos, novelistas y congresos literarios, sin que hasta el momento nadie haya despejado la incógnita fundamental del debate: ¿tiene límites la novela?

El manifiesto de Hambre de realidad (Círculo de Tiza, 2015) apareció publicado hace cinco años en EE.UU. con mucha algarabía y controversia por parte de la crítica. El libro de David Shields (Los Ángeles, 1956) es un texto, clasificado por algunos como antinovela y construido con cientos de citas, que se ocupa de manera intensa y sucinta sobre la complicada catalogación de la novela, y se vale de dar voz a muchos arquitectos de este género para allanar el camino que, según el autor californiano, nos conducirá a aceptar la venida de un nuevo género que no se enrede en distinciones entre ficción y no ficción o entre memorias y fabulación. No le faltan razones para cuestionar el fin y el destino futuro de la novela cuando vemos en los escaparates de las librerías una oferta tan variopinta y heterogénea que no da indicios de acabarse. Para Shields, la construcción de una historia, es decir la novela, no es lo importante, sí que lo es el mundo que representa, su aspecto. Eso es, para él, lo que hace sentir las cosas al lector, lo que le hace entender el presente.

La novela, como bien sabemos y admitimos, es un artefacto que acepta sin menoscabo las imperfecciones. Es verdad que el ser humano está obsesionado con la realidad, como apunta el escritor norteamericano, y que necesita revulsivos literarios que experimenten en ese afán de reinventar lo que acontece. Pero esos laberintos de la realidad de los que habla Shields, a través de la corriente de citas reflexivas de su libro, no tienen por qué concluir en plantear la muerte de la novela; y es aquí donde, a mi juicio, encalla su interesante ensayo. La fuente de la novela fluye de ese caudal inagotable y propenso del ser humano a rehacer el mundo en que vive desde otras posibilidades, a revelar la realidad, el sueño, la memoria... No es necesario llevarlo a buen fin desde un formato implacable y estricto, sino desde la palabra que narra y salpica lo que queda entre la emoción y el silencio, entre la invención y el vacío. Esto parece, realmente, a todas luces irrefutable.

Hambre de realidad es un empeño intelectual de reavivar el sentido ambiguo de la novela como género, una reflexión fragmentaria a través de los 618 enunciados que conforman el debate que el escritor estadounidense propone, pero desde un posicionamiento radical, porque él aboga por el predominio del experimento en la escritura, sobre todo, a través de las memorias y de los ensayos. Para él, la realidad aventaja al talento, y la cultura ofrece casi a diario datos a raudales para cualquier novelista. E insiste, y no le falta razón, que parte de la mejor ficción actual se escribe en forma de no ficción.


David Shields ha escrito un libro al que merece la pena prestarle atención, propicio para la reflexión más que para la polémica, un texto de apasionante lectura, con muchas ideas brillantes y otras maximalistas y contradictorias. Pero esa defensa a ultranza sobre el mestizaje de la realidad y la ficción, la autobiografía y la crónica fragmentaria, carente de una línea narrativa en consonancia, ese gusto insistente del autor americano por el género híbrido no concuerda del todo con la ficción como espejo de la vida sin más, ese espejo que tiene a la imaginación y a la memoria como elementos desencadenantes de una buena narración, y a la palabra como elemento constitutivo de la razón de ser de toda novela convencional o moderna, más allá de cualquier intento crítico de aniquilar la novela de nuestro tiempo. [Reseña núm. 243]

jueves, 1 de octubre de 2015

Un bote salvavidas

El único objetivo de la escritura es permitir al lector que disfrute más de su propia vida, o que la soporte mejor, según la sentencia de Samuel Johnson, el hombre de letras más distinguido de la historia inglesa del siglo XVIII. La escritura, en verdad, entra en nosotros cuando nos da información sobre nosotros mismos y la realidad que nos rodea en el momento en el que leemos algo. Los libros repentinos, hermoso título, de Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978), viene a constatar el espíritu del Dr. Johnson acerca de la importancia de estos objetos extraordinarios y animados, como son los libros, que acuden a nuestro lado para que nos enteremos de lo que pasa, para entretenernos y para ayudarnos a sobrellevar y manejar mejor nuestra soledad con la que siempre andamos en eterna compañía.

Para este joven profesor de instituto, que cuenta ya en su haber con una producción literaria considerable y con dos novelas anteriores de muy buena acogida por la crítica y el público, en las que nos recuerda que la literatura no sirve para lo perentorio y urgente, pero sí que puede ser un buen remedio y alivio para los interrogantes y las angustias propias del hecho de vivir. Y así lo refiere en su libro Nada es crucial (2010), una historia de formación sentimental de una pareja aprisionada en un entorno social falso e irrespirable que trata de buscar sentido a sus vidas. Después, con Democracia (2012), Gutiérrez experimenta con una escritura transgresora y radical para tejer una trama en la que retratar la realidad de una crisis económica y social que arrastra a la ruina total y a la marginación a sus verdaderas víctimas: los parados. Y ahora, con su nueva novela, Los libros repentinos (Seix Barral, 2015), rescata el amor a los libros a través de su protagonista, una anciana que vive y transita en el extrarradio de una ciudad, en un barrio humilde, de casas baratas, atizado por la exclusión social, que se convierte en un claro escenario de reminiscencias barojianas, en el que la lucha por la vida es lo único que da argumento y sentido a la realidad que te toca en suerte.

En esta novela, el escritor andaluz deja a un lado a los protagonistas más frecuentes de sus anteriores entregas, jóvenes y adolescentes marginales, para elegir a una viuda de setenta años, llena de energía y entusiasmo, Doña Reme. Esta mujer, redimida gracias a su encuentro fortuito con los libros, va a ver cumplido su destino: se despojará de las estrecheces morales propias de su generación y se convertirá de la noche a la mañana, sin proponérselo, en una activista social, la líder de una revuelta junto a Robe, un joven inconformista que se debate entre salir de la vida inerte y sin sentido de la gente del barrio o sumirse en la inanición. Sin embargo, la revolución pintoresca, literaria y pacífica de Reme se diluye cuando irrumpen en su vida los cabecillas profesionales de los movimientos sociales que abanderan todas las protestas.

En Los libros repentinos, a esta mujer de origen sencillo la vemos, de joven y de anciana, en un escenario de barrio obrero, donde la vida transcurre sin alicientes, sin horizontes y, es entonces cuando, aparece un montón de libros, y estos serán el revulsivo que ha de movilizar las conciencias dormidas de los habitantes de dicho barrio marginal. A esta anciana, de carácter inquieto y curiosidad sin límite, los libros la transforman, la rescatan de su vida anodina y decadente, y gracias a estas lecturas puede contagiar a sus vecinos de su inconformismo, esa voluntad de superación rescatada de la tradición literaria de Galdós, Clarín, Ortega, Machado, Buero Vallejo o Baroja, sobre todo de este último, por encima del resto, un autor muy incisivo con la realidad de los menesterosos.

Los que hayan leído otros libros del autor onubense ya conocen la particularidad de su estilo, trabajado en ese lenguaje envolvente, sin retórica, capaz de retorcer la sintaxis, generar neologismos e, incluso, exponerse voluntariamente a incorrecciones gramaticales. Para Gutiérrez, el fondo y la forma en literatura conforman una unidad, un todo que, en definitiva, justifica la intencionalidad del texto.

Los libros repentinos es una historia bien armada, con mucho tinte satírico en su fuero interno y una buena dosis de intencionalidad política, una novela que clama justicia y señala abusos y desequilibrios sociales. Pero si hay algo que destacar, por encima de la denuncia social, es el hecho de que el texto cabalga hacia algo luminoso y liberador: la literatura. Y ese es su gran logro. Por tanto, hay todo un alegato palpitante y deliberado sobre la importancia y el poder de persuasión de los libros, un homenaje a la literatura, a esa capacidad innegable que posee, como acto de rebeldía y como bote salvavidas, para soportarnos y sobrellevar mejor nuestra agitada existencia.

Es curioso que las novelas que me gustan no dan indicios de ser novelas y a esta de Pablo Gutiérrez le ocurre eso, como a tantas obras de Pío Baroja, que además de novelas, son crónicas sociales y documentos vívidos, y es precisamente ahí donde radica toda su fuerza evocativa y su valor literario. [Reseña núm. 242]