domingo, 27 de septiembre de 2015

De aquí y allá

Cada vez entro con más frecuencia en los libros de poesía como quien va a cultivar su jardín, buscando quizá un paisaje en el que reconocerse o simplemente a verlas venir llevado por la curiosidad y por la incógnita que suscita todo poemario. No he podido resistirme a escribir unas líneas sobre la antología poética reunida en este estupendo libro de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959). Uno tiene grabada en su memoria aquellas palabras del viejo profesor de bachillerato que en clase de literatura, subido en el estrado, subrayaba con voz engolada aquello de que la poesía es la excelencia del arte de la escritura, la cima reservada para los elegidos: los poetas. Y a partir de ahí, el viejo catedrático soltaba esa retahíla de adjetivos espesos y rimbombantes para ensalzar este género, el más selecto de todos, el abrigo para almas enamoradas, el vestidor para jóvenes románticos, el consuelo del lector apesadumbrado.

Podríamos decir que la poesía, en un momento de mi vida, me pareció un lugar extraño y propicio para seres raros y enfermizos, un hogar para almas en pena sobrellevado por la palabra eufónica y delirante que el poeta esculpía con el cincel de la glosa, de la melancolía o de la épica. Sin embargo, cuando el tiempo transcurre por tu vida y te da la oportunidad de encontrarte con más textos poéticos, como los que aparecen en La ciudad (Renacimiento, 2014), esa armadura evocada por el recuerdo del instituto rechina porque, como bien indica el escritor vasco, la prosa de la vida está llena de poesía. De ahí que muchos lectores hayamos tardado en ver la verdadera enseñanza que encierra el artificio de un poema, ese que sale del tiempo, de la imaginación, de las palabras, de la gente, de la noche, de las ciudades. Cuando te encuentras con un libro como éste, aprendes a mirar la poesía de otra manera, sin grandes pretensiones, solo con la actitud de observar al poema como una pieza sacada de un rincón del armario, del espejo, de la acera, de esa mirada propia del que lo escribe y te lo muestra sin más.

Lo más importante para cualquier artista es aprender a mirar. Para Karmelo C. Iribarren mirar significa descubrir cómo pasa el tiempo sobre las cosas. A veces estas cosas no son lo que parecen. Las metáforas que se suceden en su poesía nos explican el estado de ánimo con el que explora la vida cotidiana, sin que necesite utilizar muchas palabras, solo las justas, no más, él es un poeta de lo esencial y de lo escueto.

Siempre me ha dado por pensar que a los poetas les interesa el amor, la muerte y el devenir del tiempo más que a nadie, porque son conscientes de su valor: todos estamos hechos de ese asfalto de tiempo, afectos y pérdidas, una carretera de ida y vuelta por donde transitamos hacia el futuro o al pasado, para imaginar o para recordar.

Esta antología abarca la trayectoria poética del escritor donostiarra que va desde 1985 al 2014, y en todo ese período sigue su curso por todos estos ejes y en todas sus facetas: hay poemas que glosa su condición urbana de paseante; otros ensalzan a la mujer como el alumbrado máximo de la vida; en otra parte, se asoma a la barra del bar para mostrar sus resacas, los límites de seguir vivo y sus infiernos personales. No hay nada extraño en sus versos porque Iribarren responde de su experiencia de vida en sus poemas hablando de todo lo que se configura y acontece en la ciudad donde vive: desde los charcos de las aceras, las calles solitarias, las sombras fugitivas de la noche, los gatos, hasta el suspiro de una simple bolsa de plástico volando.

En el prólogo del libro dice José Luis Morente que el protagonista verbal de Karmelo C. Iribarren desdeña la impostura y esto se percibe rápido porque el lector nota que se encuentra ante un libro verdadero, cercano y afectivo que revela confidencias, impresiones y preocupaciones sentimentales que nos recuerdan ese sentir barojiano establecido entre la vida y la misma literatura.

La ciudad es un libro sustantivo y pleno de metáforas donde se conjuga el humor y la ironía con el desencanto de una vida que interfiere en asuntos propios de aquí y allá. Iribarren emociona y conmueve, sin tener que acudir al amparo del adjetivo, un poeta sobrio y sin retórica, capaz de convertir en poema cualquier detalle mínimo que sucede en las entrañas de la ciudad, un compositor con muy buen sentido del ritmo y de la concisión, algo bastante infrecuente en tantos poetas del momento, y esto, los que somos más prosaicos, lo celebramos a rabiar. [Reseña 241]


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