jueves, 23 de julio de 2015

El libro póstumo de un maestro

Nulla dies sine linea, con esta cita de Plinio el Viejo, arranca este libro póstumo de Ricardo Senabre (Alcoy, 1937 - Alicante, 2015), reproduciendo una legendaria frase que anima a no dejar pasar “ningún día sin una línea”, que en su caso le sirve como mantra válido, tanto para forjar la disciplina del escritor, como para avivar la curiosidad literaria del lector distraído.

El lector desprevenido (Ediciones Nobel, 2015) reúne los principios literarios, filológicos y críticos que han dado fundamento al catedrático alicantino en su larga trayectoria intelectual sobre su gran vocación: la crítica literaria, una tarea dilatada y constante en el análisis y observación del texto escrito, y que nunca interrumpió hasta los últimos momentos de su vida.

Conocí en persona al profesor Senabre hace tres años, en un congreso literario en la Fundación Caballero Bonald dedicado a transgresores y heterodoxos de la literatura española, en la que impartió una conferencia que versó sobre Industrias y andanzas de Alfanhui, una obra inclasificable de otro destacado transgresor, como lo es Rafael Sánchez Ferlosio. Fue una auténtica clase magistral de literatura que me incitó a una relectura de ese extraordinario libro. A esa obra rebelde en particular, también le dedica un capítulo en El lector desprevenido.

Tal vez con esta publicación, el sello editorial haya querido homenajear al gran maestro de la lectura con un volumen que recoge su última gran lección crítica. En todas las secciones del texto se aborda la lectura a través del mensaje literario propiamente dicho, mensaje que no es otro que la invención de las palabras, observando y analizando diferentes textos literarios escogidos, clásicos y actuales, apuntando cómo unos se vinculan a otros, como imitaciones y reescrituras. El lenguaje, para él, como vehículo de la comunicación, tiene un vocabulario limitado. Por eso, “cada palabra tiene un significado unívoco y se trata de escoger las más adecuadas para que el mensaje sea comprensible, sin dificultad alguna” (pág. 9). Senabre insiste en que la literatura, en su aspecto más elemental, es un acto más de comunicación, pero previene al lector de que esta aparente simpleza debe aspirar a ser un hecho transcendente. La literatura necesita ir más allá y ofrecer ángulos nuevos, otras perspectivas. Y añade que lo que proporciona novedad al texto, no es lo que se dice, sino la manera de contarlo. Tal vez, stricto sensu, la literatura sea una forma, más que una sustancia. Pero eso no quita pensar que, además, deba tener alguna utilidad, como se apunta en el libro al citar lo que el escritor Juan Madrid entiende sobre la sustancia literaria: “es posible que nos desvele cosas nuevas sobre la ambigua y contradictoria naturaleza humana, o sobre determinados aspectos de la vida”.

El lector desprevenido es un tratado literario con espíritu didáctico, una síntesis de un largo recorrido por la historia de la literatura española, desde los autores del siglo XV hasta los narradores más recientes. Aunque Senabre reclame con este libro la atención del lector común, quizá requiera también de un lector más avezado y exigente. Da la impresión de que el autor lo ha leído todo, desde la poesía de Garcilaso y Góngora, la novela de Galdós y Baroja, hasta las últimas apuestas narrativas de Trapiello o Sergio del Molino.

Todos los que hemos gozado con la lectura de las reseñas de Ricardo Senabre andamos un poco huérfanos desde su despedida. Echamos de menos sus críticas semanales en El Cultural del Mundo donde acostumbraba a corregir errores lingüísticos, defectos de construcción o gazapos encontrados en los textos que reseñaba. Como buen docente, esta peculiaridad suya fue siempre instructiva. Jamás resultó previsible. Todo lo examinó con exigencia y densidad argumentativa, y con una prosa clara e incisiva hasta elevar su quehacer a la categoría de crítica literaria.


 Sin duda, este es un libro fundamental, un texto intemporal y erudito, escrito con la sabiduría propia de un maestro de primera fila y dirigido, como apunté con anterioridad, no solo a entendidos en la materia, sino también a lectores entusiastas que aspiran a disfrutar y a profundizar, sin prejuicios, en el núcleo de la buena literatura. Al fin y al cabo, parafraseando al catedrático valenciano, los lectores no somos sujetos de segunda fila en el proceso literario, sino los que acabamos justificando la razón de su existencia.

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