lunes, 28 de diciembre de 2015

Enamorado y enloquecido

El amor ha sido y es un recurso constante de la creación literaria, así como también de muchas otras manifestaciones artísticas. Casi todos alguna vez en la vida hemos escrito un poema o una carta de amor o, al menos, una pequeña nota expresiva empujados por ese sentimiento irresistible. Como tema literario, las obras clásicas están llenas de ejemplos de esa correspondencia apasionada e idealizada del amor y del ser amado. La literatura amorosa viene a ser así un asedio a esa compleja y arbitraria experiencia afectiva que no parece resistirse al poder de la palabra para expresarla. El género epistolar descubre la intimidad y el sentimiento entre dos seres que procuran hacerse presentes y recrearse por la palabra, hasta consumarse en un ansiado encuentro.

La editorial Fórcola acaba de publicar un libro monumental que recoge más de un millar de cartas de amor que el controvertido escritor Gabriele d'Annunzio (Pescara 1863 – Gardone Riviera, 1938) escribió a Elvira Natalia Leoni, una mujer hermosa y enfermiza, culta y entusiasta del canto y del piano, de la que se enamoró perdidamente. D'Annunzio y Bárbara, como la empezó a llamar en sus primeras cartas, se conocieron en Roma en 1887 al salir de un concierto. Aquel encuentro le ocasionó al poeta un desasosiego sentimental de un ardor tal que le influyó de manera determinante en buena parte de su producción literaria.

No dejaría nunca de escribirte es un volumen grueso y emotivo, editado con primor y elegancia bajo el cuidado y traducción de Amelia Pérez de Villar, con un estupendo prólogo y con cientos de notas al final del libro que completan un texto valioso literaria e históricamente sobre la figura excepcional de este singular poeta y novelista italiano.

Esta intensa y exhausta correspondencia que mantuvo el escritor con su amada y musa, a la que bautizó como Barbarella, y a la que también se dirige con el apelativo de Miranda (protagonista de La tempestad, de William Shakespeare), donde él encarna el sobrenombre de Ariel, se inicia cuando d'Annunzio esperaba el tercer hijo de su matrimonio y había cortado ya con otras amantes. A pesar de las intermitencias de sus encuentros y de la complicada situación suya y de Bárbara, que había abandonado el domicilio conyugal para regresar a Roma a casa de sus padres, huyendo de las asperezas y del maltrato de su esposo, ambos, jóvenes insatisfechos, conformarán un idilio prolongado con muchos desencuentros, pero repleto de fogosidad y deseos, como se reflejan en muchas de las despedidas incendiarias de sus cartas: “Te cubro toda de besos, como si te cubriera de una túnica viva de llamas”,(Carta núm. 20); “Adiós, Barbarella. Ámame. Te beso la boca tiernamente”, (Carta núm. 117); “Tu eres la vida de mi vida”, (Carta núm. 379); “El ardor retorna renovado a mi sangre. ¡Pobre de mí! ¿Debo morir abrasado? ¿Quién me salvará?, (Carta núm. 769); “Te sorbo los labios y la lengua, para que te desmayes”, (Carta núm. 798)...

La relación amorosa de Gabrielle d'Annunzio con Bárbara Leoni no restó tiempo a su quehacer literario, sino que más bien encendió la llama de esa voz narrativa y de ese estilo que tanto buscaba, tan necesarios para un novelista en ciernes, como era el caso del poeta italiano. De manera que, gracias al influjo desbordante de su musa, no tardaron en aparecer El placer, El inocente y Triunfo de la muerte, tres de sus grandes novelas que le consagraron como un escritor extraordinario y universal.

Il Vate, como se le conocía en su época, gozó de este amor incendiario en plena juventud y efervescencia creativa. En este compendio de cartas sensuales y fogosas muy bien recogidas en esta obra voluminosa, de casi mil páginas, se recogen esos momentos, a veces reiterativos y empalagosos, tan propio de todo epistolario amoroso largo y secreto, pero de gran belleza y lleno de emotividad, donde tampoco faltan reproches, rupturas y reconciliaciones.


No dejaría nunca de escribirte ofrece una oportunidad interesantísima de conocer, además de los recovecos de una pasión intensa, erótica y sensual, las inquietudes literarias por donde se abría paso el joven escritor de Pescara en su exitosa carrera artística, al tiempo que vivía apasionadamente enamorado y enloquecido de amor. [Reseña núm. 260]

sábado, 26 de diciembre de 2015

Vida de filósofo

“Si no se puede ser feliz en este mundo, habrá que procurar al menos no ser tan desdichado”. Este certero aforismo bien podía atribuirse a la observación de algún personaje de cualquiera de las novelas escritas por Tolstoi, pero no, esta afortunada sentencia procede de la cosecha de Arthur Schopenhauer (1788-1860), uno de esos raros y excepcionales filósofos que, todavía, gozan del favor y la simpatía de cierto público lector al que apenas le interesa la filosofía académica como tal. Su nombre, asociado a una visión pesimista del mundo y de la existencia del individuo, evoca también al pensador corrosivo que esgrime verdades como puños que no gustan, y al profesor convencido de que la filosofía es, además, una guía válida para adoptar decisiones vitales. Más que un filósofo para eruditos de la filosofía, es el pensador de los artistas, ese que tanto influyó en Wagner, Thomas Mann o Baroja, así como en Nietzsche, otro de su gremio, que igualmente también goza de la simpatía de los lectores cultos no especializados en materia filosófica. Los seres humanos, las cosas y el mundo entero serían, según Schopenhauer, la manifestación externa de la voluntad que reside en cada uno de nosotros.

Para retratar a este hombre genial, inconformista, rebelde y cascarrabias, que, al menos, al final de su vida alcanzó ese reconocimiento público de su obra que durante tanto tiempo se le había negado, el escritor Antonio Priante (Barcelona, 1939) solo ha necesitado poco más de cien páginas para entregarnos este primoroso y conciso artefacto donde se rememora la esencia vital de un ser excepcional y admirable, un alma apenada que no deja de hablar a solas, preguntarse e incomodarse por la actitud inexplicable de su admirado Goethe.

El silencio de Goethe es una novela que pasó desapercibida para muchos lectores cuando se publicó hace nueve años, y que viene ahora, para sorpresa de muchos, rescatada por el sello Piel de Zapa, un relato escrito en primera persona que invita a acercarnos al pensamiento y a la vida retraída de Schopenhauer, el soliloquio intenso de un hombre curtido en la observación del mundo que le rodea, en los linderos de la argumentación clásica de la filosofía, esa que consiste en preguntarse sobre el sentido de la vida y sus consecuencias metafísicas. Priante consigue embaucarnos en el meollo de las tribulaciones del personaje gracias al artificio de una voz narrativa creíble, que no se dirige a eruditos ni académicos, sino que se pone delante de su perro al que habla, como si lo hiciera con un igual, para buscar su comprensión, con un lenguaje cercano, emotivo y sentimental. El autor reconstruye la última noche del intelectual alemán como resumen y compendio de toda la vida que llevó, una apasionante y entregada tarea a la filosofía, en esa constante indagación sobre la verdad existencial que con tanto empeño buscó durante toda su vida.

Corre el año 1880 y el anciano pensador, lastrado por las dolencias de su enfermedad, recurre a sus recuerdos, vuelve su mirada a la infancia que tuvo en Danzig, su ciudad natal, una etapa de desamparo marcada por el desinterés de sus padres, revisa su juventud, su estancia en Le Havre, el periodo de formación en Hamburgo, su primer encuentro con Goethe, el gran poeta amigo y maestro suyo de por vida. Recuerda también sus enfrentamientos dialécticos con Hegel, sus contadas y decepcionantes correrías amorosas o el momento de entregar al mundo del pensamiento su obra fundamental con tan solo treinta años de edad: El mundo como voluntad y representación. La narración y los diálogos vivos que surgen por el libro van descubriendo al lector los momentos culminantes de la vida de Schopenhauer y su fuerte carácter, un personaje quisquilloso, clasista, orgulloso, misógino y harto pesimista. Sin embargo, detrás de todos estos rasgos severos de su personalidad, obstáculo casi insalvable para cualquier interlocutor, se esconde un anciano sentimental y melancólico que repasa su vida con cierto pesar y desencanto, sobre todo cuando reincide una y otra vez en ese maldito silencio que el más grande literato de su tiempo le otorgó a su obra. Soportar ese silencio de Goethe le resultó todo un suplicio, imposible de superar.

Antonio Priante ha escrito un libro luminoso e inteligente, encajado en un género híbrido entre la novela histórica, la biografía y la crónica sentimental, un texto bien cuidado en lo formal, para que el lector no se pierda en la abstracción de todas las ideas filosóficas que discurren por sus páginas, y lo consigue gracias a la eficacia de su prosa ligera y fluida, aunque también el texto es exigente con el lector al que el narrador no cesa de implicar en sus disquisiciones existenciales.

Toda la densidad y reflexión que cabe en la vida del filósofo alemán se puede encontrar en las entrañas de esta nouvelle. El lector familiarizado con Schopenhauer se reconfortará con esta miniatura narrativa sutil y elocuente. Para un lector que sea totalmente ajeno al alemán, esta es una buena oportunidad de acceder, de un modo sencillo y breve, a las ideas del fundador del pesimismo. [Reseña núm. 259]


lunes, 21 de diciembre de 2015

La medida de la vida

En la escritura sobre uno mismo, esa en la que el sujeto es la propia materia del libro, hay un poso personal en el que la memoria acude para conjugar el archivo de la realidad vivida, una tarea propicia a la que acuden muchos escritores para extraer vivencias y hechos del pasado que conformaron su vida sentimental. Muchos han experimentado con este género, como colofón a una dilatada vida al servicio de las letras. La escritura sobre uno mismo, podríamos decir, es inseparable de la constitución y del desarrollo privado y social de quien se dispone a hacerlo. La identidad propia no hay que buscarla, por tanto, en la revelación de una historia oculta, sino en las consecuencias intermitentes que hay en todo ese camino vital, único e irrepetible que cada uno emprende y rememora. A esto se añadiría lo que advertía García Márquez en el arranque de su libro de memorias Vivir para contarla (2002): “la vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

El escritor, poeta, narrador, crítico literario y periodista Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) acaba de entregarnos el primer tomo del proyecto de sus memorias bajo el título de El fin de los palacios de invierno, publicado en octubre de este año por la editorial Pre-Textos, que abarca los recuerdos de infancia y juventud hasta el año 1973, una inmersión narrativa sobre la vida que tuvo, cómo la recuerda, sus anhelos, sus límites y la realidad de asumirla por completo, a pesar de lo que no se pudo, ni se supo vivir. En nada se aleja de lo que decía el nobel colombiano, sino que el libro refuerza, aún más, esa idea del valor de la memoria en la vida de todo ser humano con una cita certera y hermosa de Walter Benjamin: “La auténtica medida de la vida es el recuerdo”. Confiesa el poeta y ensayista madrileño, en una reciente entrevista, que las biografías y las memorias siempre le gustaron como lector y que sabía que algún día acometería la idea de escribir sobre su familia, una tarea iniciada no hace mucho y concluída poco después del fallecimiento de su madre.

Para Villena los inicios de la vida no son solo un periodo más de nuestra existencia, sino un periplo determinante para el futuro. Muchos de los tormentos y origen de nuestras desdichas –subraya–, vienen de atrás, del principio, hasta el punto de que la infancia la recuerda el autor como bastante poco feliz, cargada por la sombra del padre que se marchó de casa y luego murió enfermo. Cuando sucede este fatal desenlace apenas contaba con once años. De aquella remota infancia feliz “archiprotegida” y mimada, antes de la muerte de su progenitor, le siguieron otra infancia y primera adolescencia más dolorosas en las que no faltó el acoso escolar, la incapacidad para tener amigos y la represión sexual.

Con este nuevo reto literario, Villena trasciende a sus primeros años y a sus recuerdos familiares, especialmente aquellos que su madre le confió y le sirvieron para la confección de algunos episodios del libro, en un periodo convulso del franquismo tardío, donde muchos jóvenes de clase media, como él, aspiraban a conquistar una individualidad más acorde con los aires que se respiraban más allá de nuestras fronteras. En esta primera parte de las memorias hay una cita de Proust, muy bien escogida, que resume lo que significa para el autor esa época tan emotiva de la infancia y la adolescencia. Decía el novelista francés que “el tiempo que vivimos no es solo nuestra vida, sino que de algún modo tocamos también (hacia detrás) los años vividos por quienes hemos conocido, que los vivieron antes de nacer nosotros”, (pág. 39).

Por El fin de los palacios de invierno desfilan personajes familiares, pasajes y secretos de la sexualidad tardía de su autor, las primeras influencias poéticas provenientes de Ezra Pound, ídolo del momento, “leído y releído con fruición”, sus amistades literarias, como las que mantuvo con Luis Alberto de Cuenca, Javier Lostalé y, especialmente, con Vicente Aleixandre, maestro y consejero particular, así como sucesos y poses que desvelan la esencia hedonista que Villena encarnó, correspondiendo así a su admiración ferviente por el dandismo representado por Óscar Wilde, que todavía pervive en él y del que presume.

El autor de Sublime solarium fue un muchacho raro, que apostó por la literatura y por el rasgo singular de su homosexualidad retraída, un camino experimental y nada exento de dificultades, como muestran las páginas de esta última obra suya, un libro pleno de literatura, que lleva intrínseco el mapa existencial de sus primeros veinte años bajo la tutela de la persona más importante de su vida, Ángela, su madre, a la que dedica por entero el volumen.

El fin de los palacios de invierno recoge las simientes líricas de lo que ha deparado la vocación literaria de este extravagante artista, un letraherido entusiasta y apasionado, cuya vida azarosa le inoculó el virus de la poesía. Estas memorias vivas dan testimonio de ello, las siguientes, aún inéditas, prometen más. Habrá que esperar. [Reseña núm. 258]


lunes, 14 de diciembre de 2015

Retorcer el tiempo

Con El instante de peligro (Anagrama, 2015), la nueva novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), finalista del Premio Herralde, el escritor vuelve a plantearnos los entresijos que tienen que ver con la vida y el arte, una parcela bien conocida por él, ya que la aborda desde una doble vertiente: como apasionado de la materia y como profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Ya en su opera prima, Intento de escapada (Anagrama, 2013), trataba de cómo las cuestiones éticas y estéticas muestran el mecanismo interno del mundo del arte y sus consecuencias. Ahora, la experimentación artística irrumpe de nuevo, pero en esta ocasión con una historia donde la vuelta al pasado y la reconstrucción del presente conforman la estructura de una obra arriesgada y reveladora.

La sombra de Walter Benjamin se esparce sobre las páginas de esta narración intensa y emotiva. Sombras que vislumbran huellas de momentos vividos, residuos indelebles de aquello que fuimos en otro momento, reflejadas en los objetos que miramos ahora. También aparecen junto a las de Benjamin reflexiones de Lacan y Cioran que rememoran e indagan en lo mismo: lo que fuimos. La única historia que importa, dice el autor, por boca de su protagonista Martín Torres, es aquella que nos alude, que nos atañe. La vida de este personaje anda, como un funámbulo, por la línea acerada que trazan las tesis filosóficas del pensador alemán, al advertir que el artista, en este caso el escritor, ha de tener los ojos bien abiertos, jugárselo todo, como si estuviera ante ese instante único que otorga el peligro, como si le fuera la vida en ello. Todo o nada. “Borrar para ver. Solo podemos ver aquello que hemos perdido –subraya el narrador–. El resto, lo que creemos tener es invisible. Incomprensible”, (pág. 135).

En torno a este enfoque gira el argumento de la novela, a modo de una carta extensa, de una confesión desgarrada, por donde transita un salpicadero de historias de amor, de intermitencias de la memoria, de pérdidas y de dolor. Sus ecos también evocan la importancia del recuerdo, las emociones, el deseo y sus apegos. El presente, en cambio, nos obliga a resistir el tedio y a buscar alguna explicación del mundo que nos ha tocado vivir. “En el fondo eso es lo que hacemos con nuestra vida: dar sentido a las cosas que hemos hecho. Eso es lo que somos. Al fin y al cabo. Hechos”, (pág. 146).

Poner palabras a las imágenes que han perdido su foto, como dice el narrador, será el motor por el que transcurre la historia. El yo narrativo se convierte en ese hilo conductor que une el puzle que conforma la novela: sus motivos, sus dudas, sus consecuencias. Martín, un profesor desencantado con el arte académico, tiene que contar lo que le confunde, lo que le agita, sus imágenes y sus sombras, y para eso tiene que recordar e implicarse en ese tiempo dilatado que ha supuesto su trayectoria todavía incompleta de vida. Cuando Martín emprendió su carrera en el Clark Art Institute de Williamstown (Massachusetts) aún tenía ilusiones en el arte y en las posibilidades de cambio del ser humano mediante el estudio de las Humanidades. En aquella época, su optimismo se imponía, pero su aportación no significó gran cosa en lo que creía como transformación del mundo académico. Nada de lo que pensó tuvo consecuencias futuras, solo vacíos, hasta que apareció aquel correo de la artista Anna Morelli donde se mencionaba el enigma de las imágenes y las sombras proyectadas sobre un muro. Ahora, despojado de muchas ilusiones e impulsado por este azar del destino, reflexiona sobre su vida pasada y la inquietud del presente, y confiesa a Sophie, un viejo amor que resiste el paso del tiempo, todo su trance existencial. A ella dirige sus latidos, sus ideas, sus imágenes evocadoras para tratar de salvarse de la quema.

Frente a las dudas existenciales y a los vacíos intermitentes solo el recuerdo, tal como viene, puede rescatarnos de la zozobra y del espanto. La novela de Hernández propone que aún es posible apoderarse de la memoria, de los momentos vividos, que en el pensamiento y en el arte no hay suelo debajo, que todo consiste en desafiar el vértigo para influir en la mejora del presente. Pero esa cuestión solo se despeja si uno es consciente de que estamos en “el instante del peligro”. Ahí es desde donde parte la naturaleza de todo arte verdadero: cuando no puede ser de otra manera y es capaz de retorcer el tiempo y prenderlo todo en llamas.

Miguel Ángel Hernández pertenece a ese grupo selecto de escritores jóvenes españoles nacidos en la segunda mitad de los setenta, como Sergio del Molino, Sara Mesa o Pablo Gutiérrez que gozan de esa voz propia y arriesgada que tanto gusta a los lectores exigentes, esa que se encuentra en la senda de la literatura de calidad. El instante de peligro es una prueba de ello, una estupenda novela que invita al lector a asomarse al mundo imposible de un hombre que quiere reconstruir su pasado y reconciliarse también con el amor y el fracaso. [Reseña núm. 257]



jueves, 10 de diciembre de 2015

Subirse al tren

El tren ha dado siempre mucho juego a la literatura y al cine. Por ejemplo, muchos pasajes escritos por Azorín transcurren entre raíles castellanos. El amor y la tragedia en Ana Karenina tienen mucho que ver con la fuerza arrolladora de una locomotora. En la intrigante novela Extraños en un tren, de Patricia Highsmith, el vértigo narrativo se acopla a la misma velocidad del tren. En la película Doctor Zivago nadie olvida esa trepidante travesía ferroviaria por las estepas rusas cargada de revolución bolchevique... Las historias que han nacido sobre los raíles de este estirado y enigmático vehículo son casi infinitas. El tren permite que los viajeros coloquen su alma entre el equipaje y la conversación. A bordo, además, los pasajeros cruzan sus miradas, propician encuentros y hasta puede que salten entre ellos extrañas aventuras.

El joven escritor chileno Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981) vive en Holanda y viaja con frecuencia a Bélgica. Ese trasiego de un país a otro, entre la ciudad de Nimega y Lovaina lo ha hecho cientos de veces, de manera que en ese vaivén viajero ha querido establecer un material literario, a modo de dietario, de lo que va surgiendo en sus repetidos trayectos o lo que le pasa por su cabeza entre una estación y otra. Viene a decirnos que el tren también invita a la pausa y al diálogo interior.

Material rodante (Minúscula, 2015) es un librito fragmentario, ameno y reflexivo que condensa, en apenas cien páginas, la experiencia de un viajero de tren de cercanías. Maier no necesita fingir en lo que nos cuenta porque habla de sí mismo, de su condición de viajero y afirma: “En los viajes, por más que los haya repetido mil veces, uno siempre esconde la fantasía de que no solo el paisaje será nuevo, sino la gente y en una de esas uno mismo”, (pág. 11). Y en un par de páginas más adelante cita al poeta Joseph Brodsky que decía que “el mimetismo es la moneda más preciada de todo viajero”, para, de esta manera, acentuar ese carácter tan propio de quien viaja con frecuencia en tren.

Gonzalo Maier se rebela contra los tiempos muertos que se repiten en los andenes y en los trayectos, y nos dice que, para hacer frente a esa burla insoportable, lo mejor es responder con el caudal de la vida, con toda esa cantidad de aventuras mínimas a nuestro alcance, capaz de desafiar la rutina y el tedio. Por las páginas de Material rodante irán apareciendo pasajes fragmentarios en los que el escritor sudamericano nos hablará de asuntos literarios, de usos y costumbres de los holandeses y de los belgas, de las manías de los revisores, de la equidistancia entre las experiencias vividas y las sentidas con la lectura de los libros, de una araucaria perdida en Holanda procedente de Chile, de la desesperación ante la espera imprevista, del síndrome de Stendhal, de no dormir en el tren, de Agatha Christie, de Paul Auster, de Georges Perec... “El aburrimiento –subraya– merece más luces. Al menos en estos apuntes en donde cada espacio en blanco vale como un bostezo”.

Maier confiesa que toda rutina tiene un reverso al alcance de aquellos que no se conforman con lo irrelevante de toda repetición y aspiran a darle la vuelta al asunto abriendo sus mentes y jugando, a modo de pasatiempo, a despertar el ingenio y desbaratar la anodina repetición del día a día. Todo lo que discurre por este dietario rodante es lo más parecido a una guía de viaje interior, una especie de kit de supervivencia, escrito con humor e ironía, indagando en el verdadero valor del silencio para combatir los tiempos muertos de las esperas.

Material rodante es una especie de propuesta literaria en tránsito, en ruta, una crónica viajera ininterrumpida, por donde transcurren las inquietudes, vicisitudes y contradicciones del pensamiento y el modus vivendi de su creador.

Gonzalo Maier ha firmado una miniatura literaria verdaderamente hermosa, un texto autobiográfico sobre su experiencia de viajar en tren, provista del detalle de la observación, la anécdota minúscula y la pausa reflexiva.

De vez en cuando necesitamos libros diferentes y curiosos, como este, un librito de prosa cuidada, divertido, amable y con alma viajera que se lee en una respiración, un tiempo mínimo en el que cabe preguntarse qué habría sido de nosotros si hubiéramos dejado pasar este tren. [Reseña núm. 256]


jueves, 3 de diciembre de 2015

Historia de un desafío

En Memorias de un librero (Anaya & Mario Muchnik, 1994), del argentino Héctor Yánover, un libro hermoso y sorprendente, hay pasajes ilustrativos sobre la tarea tan absorbente que conlleva ser librero. Ya en sus primeros párrafos se planta ante el lector con una especie de decálogo para enunciarle lo que significa este oficio y dice: “Un librero casi es un libro. La mercancía que vende se ha metido tanto en su vida que le es difícil separarlas. Crecido entre libros, respiro polvo de libros, veo libros en todos los horizontes. La librería no está donde está, sino dentro de mí. Es un hombre que cuando descansa lee; cuando lee, lee catálogos de libros; cuando pasea, se detiene frente a las vidrieras de las otras librerías; cuando va a otra ciudad, otro país, visita libreros y editores”.

Han transcurrido ya dos décadas desde la aparición de estas curiosas memorias cuando acaba de publicarse un libro que discurre por esos mismos derroteros, pero en este caso bajo la pericia de una librera incipiente que toma, casi por asalto, en una subasta por internet, la compra de una pequeña librería en Viena. Para Petra Hartlieb (Múnich, 1967) su apuesta cambiará por completo su vida y la conducirá a una aventura temeraria y repleta de incertidumbres. Dejar su domicilio de Hamburgo y su trabajo de crítica literaria, arrastrar al nuevo proyecto a su marido, un ejecutivo de una importante editorial, dos hijos, sin casa establecida, sin experiencia sobre los entresijos de una librería, y, encima, con un préstamo oneroso que asumir, ahuyentaría a cualquiera, pero Petra no se amedrará porque está convencida de su acertada elección.

Mi maravillosa librería (Periférica, 2015) es la historia de una ilusión, del desafío y del empeño de una mujer tenaz y apasionada por realizar un sueño: tener una librería. Por la cabeza de esta mujer pragmática, tan vinculada al mundo de los libros, también había sitio para la locura, de manera que no iba a dejar pasar la oportunidad de regentar un local repleto de estantes de libros hasta el techo, con un público ferviente por todos los pasillos, como siempre había soñado. Los libros serán testigos de sus vicisitudes y contratiempos, compartirán sus momentos de gloria y otros menos buenos debido a esos caprichos informáticos cuando dejan de funcionar los ordenadores e interfieren en el mostrador de los pedidos.

Decía Claude Roy en El amante de las librerías, un delicioso texto sobre el amor a los libros y a las librerías que “el dinero no hace la felicidad, pero ayuda a comprar libros”. En el caso de Hartlieb, sus amigos y el banco prestaron el dinero necesario para otorgarle la felicidad al poner en marcha su anhelada apuesta: la librería soñada.

Cada librería condensa un mundo, no solo para el curioso que se adentre por sus puertas, sino para el mismo propietario del recinto, el único capaz de entender de antemano que aquel sitio es un centro cultural en el que su mercancía propicia la conversación y el debate, la amistad e incluso los escarceos románticos. Petra Hartlieb cuenta todo este hechizo y todo lo que acontece más allá de su horario de trabajo, con la naturalidad de quien confiesa una intimidad a un amigo. La historia de Petra y su librería es una narración que muestra su experiencia personal, un trayecto vital y empresarial cargado de entusiasmo y confianza, un testimonio literario fresco y honesto, sincero y sin alardes, escrito en un tono cercano y divertido.

Lo conseguido por esta insólita y emprendedora mujer está recogido en este estupendo libro. Creer en los sueños es perseguirlos, aunque nada es de color de rosa, como se palpa en sus páginas. Tener un sueño logrado, una familia unida, un perro y una librería no es nada baladí, más bien es un lindo logro que a muchos amantes de los libros nos habría gustado y no nos hemos atrevido a llevarlo a cabo. Iniciar una empresa así no es misión para timoratos. El desafío que se le presenta al librero en este siglo XXI es un trabajo duro y de mucho sacrificio, porque en realidad pintan bastos, y a los hechos me remito: no transcurre una semana en la que algunos de estos maravillosos locales cierren sus puertas estrangulados por las manos virtuales de Amazon y otros gigantes de internet.

Mi maravillosa librería no es solo un testimonio de una librera aguerrida y entusiasta, sino que también es, sin habérselo propuesto su autora, un homenaje a los lectores y amantes de las librerías, a los libros y a todo un gremio de supervivientes que siguen trabajando a destajo para que estos sagrarios cargados de libros continúen reconfortándonos. [Reseña núm. 255]


lunes, 30 de noviembre de 2015

Un remake incendiario

Decía Nabokov, en uno de sus muchos ensayos dedicados a la creación literaria, que, a la hora de ponerse a leer un libro, cuando tomemos asiento en nuestro rincón favorito del salón, después de apartarnos de las preocupaciones que nos puedan distraer, debemos dejar nuestra mente en blanco para entregarnos a su lectura. “Si vamos a leer –advertía–, hagámoslo con la médula espinal”. Al fin y al cabo se trata de colocarnos como espectadores ante un escenario en el que el escritor desarrollará una historia para engatusarnos, para vivirla desde nuestra perspectiva, saborearla en sus variados matices, disfrutar de su relato o, sencillamente, cuestionar su valía.

La reciente novela de Marta Sanz (Madrid, 1967), que viene con el galardón del Premio Herralde de Novela, nos propone dejar, del mismo modo, nuestra mente a un lado y trasladarnos al mundo insólito que conforma el teatro más allá del escenario. Farándula (Anagrama, 2015) es una historia sobre la resistencia y los miedos de los actores a perder el lugar en el cartel de la fama, ese espacio inerme y solitario, tan equidistante entre la cima y el derrumbe. El mundo de los actores es un universo al que la autora madrileña le gusta volver. Ya lo hizo con su anterior novela Daniela Astor y la caja negra (2013), editada también en Anagrama, en la que hablaba de la época del destape del cine español. Ahora, con Farándula, despliega una historia sobre los actores de teatro, un remake literario de aquella pieza magistral, Eva al desnudo, pero en versión española. Natalia de Miguel aspira a convertirse en actriz y alcanzar la fama en los escenarios. En ese empeño, se las ingenia para introducirse en un grupo de actores de teatro y hacerse amiga y confidente de Ana Urrutia, gran dama del teatro, mujer de armas tomar, ya anciana y decrépita. El deseo de actuar y las ambiciones desmedidas de la joven promesa la consumen hasta el punto de estar dispuesta a lo que sea con tal de escalar hacia el éxito. Daniel Valls, estrella internacional, entra en escena y es quien adivina lo que se esconde tras su dulce apariencia, solo él es capaz de ver y valorar lo que mastica esta desafiante Eva. En ese trayecto pedregoso se cruzarán otros personajes como Valeria Falcón y Lorenzo Lucas, ella una actriz consagrada y curada de espantos, él un actor libertino y frívolo perdidamente enamorado de Natalia.

Farándula, como todos los libros de esta interesante escritora, lleva su sello, ese tan divertido y crítico, de claro contenido ideológico, que no oculta las mezquindades del sistema. Marta Sanz despliega su talento para ofrecer al lector una meticulosa observación del mundo del teatro desde la perspectiva de sus personajes. Lo que no se ve en el espectáculo es lo que trasciende, la desnudez fuera de escena de los actores, sus anhelos, sus fracasos. Este libro interviene en la realidad y formula preguntas, aunque muchas de ellas no tengan por qué responderse, en todo caso, será el lector quien se ocupe de ello.

Sanz es una escritora puntillosa e intrépida que, a su vez, exige lectores arriesgados e impertinentes que completen el texto. Este afán crítico, tan propio suyo, viene de lejos en su trayectoria literaria, en especial lo encontramos de manera palpable en su libro de ensayos No tan incendiario (Periférica, 2014), un texto brillante y demoledor sobre la cultura y lo que rodea al mundo literario. Para ella, convencida de que toda cultura encarna un posicionamiento político, no desaprovecha el momento para afirmar por boca de un personaje secundario de Farándula que “el teatro hoy es más político que nunca solo por el hecho de seguir siendo teatro”, (pág. 216).

Todo lo que subyace en esta novela, políticamente incorrecta, es una metáfora del mundo del teatro, de esa farsa sociocultural, que no es más que otra impostura por donde discurre la precariedad y la incertidumbre que azotan no solo a este gremio, el de los actores, sino que también lo hace extensible a todos los sectores de nuestra sociedad.

Nada de esto es gratuito al referirnos al libro que acaba de firmar una de las voces más en forma del panorama actual de nuestras letras. Para Marta Sanz, que como todo buen artista no soporta la realidad, todo lo que nos rodea es escurridizo, por mucho que el mundo esté demasiado encima de nosotros, como diría Saul Bellow.

Lo que se cuenta y muestra en esta novela divertida y triste a la vez, de prosa ágil e incisiva, no es ni más ni menos que literatura comprometida con la realidad, aunque, en este caso, la ficción se instale en la banalización de la farándula y sacuda desde allí la médula espinal del lector-espectador. ([Reseña núm. 254]


miércoles, 25 de noviembre de 2015

Sin aspavientos

Para Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) la música siempre fue un reclamo y un poso inacabable de indagación, una inclinación irredenta que le llevó a ejercitar un periodismo crítico sin reservas en revistas ya desaparecidas, como Disco Express y El Musiquero. En 2009 publicó La nota rota, un libro de semblanzas alrededor de medio centenar de músicos de diferentes estilos y épocas. También estuvo vinculado al grupo CLOC, un elenco de artistas rebeldes con ínfulas surrealistas y provocadoras. Con la publicación de Los hombres intermitentes (2006), el escritor navarro inició una singladura de poemas en prosa donde encontramos una realidad biográfica y otra que surge de visiones y sueños. Irazoki reside en París desde 1993, y allí ha compaginado su vocación poética con la continuidad de sus estudios musicales y la crítica literaria. En la actualidad, colabora como crítico en el suplemento El Cultural del periódico El Mundo en la sección de poesía.

Con Orquesta de desaparecidos (Hiperión, 2015), Irazoki vuelve al poema en prosa con unos textos en los que conjuga la evocación personal con otros de corte más simbólicos y literarios. Por este libro, de insinuante título, desfilan recuerdos y afectos familiares, artistas y otros tipos singulares, casi todos ellos ya desaparecidos, que acuden a la memoria melancólica del autor. El libro consta de cincuenta y una piezas breves en prosa, pero de suspiro y cadencia poética, por donde discurren personajes queridos, mezclados con las inquietudes propias y el compromiso moral del poeta, en una época que forjaron su estética literaria y el mundo musical en el que siempre creyó de manera entusiasta, discreta y sin ambages.

En la primera pieza con la que arranca el libro, Zoki, como a él le llaman sus allegados y amigos, enarbola como principio suyo que: “la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”; un credo personal que no pierde cuidado en reiterarlo de otras maneras a lo largo del texto. En otra, Portal 2, evoca su traslado a Paris y los objetos y muebles que habitan en su pequeño estudio, especialmente la mesa fabricada por un pariente cercano: “Más que un mueble, mi mesa es una enseñanza”. Su infancia, juventud, los primeros escarceos amorosos o la bohemia de un tiempo en Madrid tienen resonancias nostálgicas en algunas otras piezas, como en la titulada El bosque asfaltado donde cuenta cómo pasó dos noches frías a la intemperie en un banco de madera de la capital. Más adelante continúa con fragmentos biográficos y evocadores de un tiempo en que el país sale de la dictadura y el entusiasmo general explota: “El libro y la risa eran los cuchillos con que queríamos partir unas semillas de cárcel llamadas identidades”, (pág. 48).

Por la senda de esta Orquesta de desaparecidos transitan escritores, seres queridos y músicos que se alejaron de la vida de Irazoki y a los que les dirige una “oración laica, sin templo ni dogmas”, una plegaria para todos ellos, que siguen estando presentes, desde la memoria y el recuerdo, en el sentir literario y musical de quien los evoca desde el corazón y el sentimiento, que no es otro que el de un hombre sentido y generoso con su pasado y con su presente, como así lo parece Irazoki, una persona sentimental y sencilla.

Jimi Hendrix, Charlie Parker, Thelonious Monk, Bach, Mozart, Pío Baroja, Quevedo, Octavio Paz, Cernuda o Ramiro Pinilla son algunos componentes de parte de este orfeón de desaparecidos que deambulan por las páginas de esta agenda poética. Pero en este cortejo de figuras no falta el acento de otras vivas y admiradas por el autor, como lo son Fernando Aramburu, escritor y amigo de vivencias y batallas conjuntas o Eloy Sánchez Rosillo, poeta que no participa en los campeonatos de dolor –según constata Irazokicapaz de transmitir la complejidad con expresión limpia.

Orquesta de desaparecidos es un libro breve de memorias escrito con la sencillez de un poeta apegado a los afectos, capaz de versificar, con una prosa pulida, el recuerdo y la nostalgia de lo que ha vivido: una existencia plural gracias a la compañía de otros muchos artistas.

Francisco Javier Irazoki ha firmado un texto hermoso y emotivo, una crónica particular y sincera de su generación, que cuenta en su haber con el tono sosegado que tanto agradece el lector cuando se trata de una escritura íntima y sin aspavientos. [Reseña núm. 253]


viernes, 20 de noviembre de 2015

Un vinilo literario

La música y la literatura han tenido a lo largo de los tiempos una relación que algunos denominan de incestuosa por aquello de que ambas salen de un mismo tronco, de esa impronta rítmica de inspiración mutua. El mundo del rock y el pop han flirteado a lo largo de su existencia con la literatura. Muchos temas instrumentales y canciones nacieron como evocación lírica y épica de autores inmortales de las letras. Bob Dylan, por ejemplo, fue nominado al Nobel de Literatura por su aportación poética a la música en los años sesenta. Jim Morrison, lider de The Doors, estuvo influenciado por los poetas malditos. Uno de los grupos más punteros de los setenta, Pink Floyd, marcó un hito discográfico con álbumes como Animals y The Wall, de carácter satírico, político y social influenciado claramente por Orwell. El rock trascendió el ámbito musical para convertirse en un concepto sociocultural, un movimiento popular para diferentes ambientes y capas sociales que originó una contracultura que todavía persiste, aunque ahora en menor grado.

Biodiscografías (Páginas de Espuma, 2015) es un libro en esa senda, pero a la inversa. Aquí lo que se cuenta proviene de una inspiración musical. La antología de relatos reunidas en esta obra, una reedición de la que se publicó en euskera en 2011, es un compendio de historias en torno a una evocación de una canción o de un álbum discográfico que tuvieron algún impacto en la biografía de su autor. Iban Zaldua (San Sebastián, 1966), es profesor de Historia de la Universidad del País Vasco pero, sobre todo, es un melómano irredento y un entusiasta coleccionista de vinilos de rock y pop. Lo que viene a contarnos el escritor vasco en los cuarenta y dos relatos breves que conforman esta antología no se entendería si no se prestara atención a la canción que viene anexa a cada título, ya sea rock clásico, pop, punk, grunge o rock sinfónico. El relato no existiría sin ese mar de fondo musical, aunque, ciertamente, la vida del autor y las apariciones de otros personajes de su entorno son los verdaderos artífices de su razón de ser.

Zaldua ha escrito un libro generacional de relatos que giran alrededor de la música de los 70, de los 80 y también de los 90, en un escenario en el que el nacionalismo radical vasco, muy reconocible, está muy presente en muchas de las historias narradas. La música que acompaña a una buena parte de estos cuentos tiene ese calado inconformista tan propio, en este caso, de la lucha ideológica identitaria. El fantasma del radicalismo aparece en alguno de los relatos escenificados en históricos conciertos celebrados en el Velódromo de San Sebastián. Hay historias políticas, íntimas y familiares contadas desde el recuerdo personal y la evocación rockera para conducir al lector al ambiente y al lugar exacto donde ocurre el hecho narrado, bajo la sintonía del vinilo que le acompaña, de la música que suena.

Por aquí suenan The Beatles, Génesis, Elvis Costello, The Smiths, Radiohead, The Beach Boys... y otros muchos grupos y artistas. Cada pieza narrativa está engarzada, como ya dije anteriormente, a un tema musical enunciado, como si se tratara de una banda sonora de un corto cinematográfico. A Zaldua le interesa que fluyan sus historias por determinados acordes para desvelar la emoción, el rencor, la ironía o la acidez de lo relatado.

Todo lo que suena por los surcos de este pick-up narrativo no es más que el devenir de la vida y sus contradicciones. En Biodiscografías se encuentran decepciones, conflictos familiares, custodias compartidas, enfermedades y anhelos, pero también hay mucha nostalgia y melancolía.

Iban Zaldua ha montado un artefacto músico-literario capaz de retratar una época de su vida y de revivir un tiempo pasado a través de un recorrido existencial, donde la presencia del pop y el rock le sirven para tocar algunos asuntos escabrosos y vivencias personales en las que el escritor donostiarra no sale bien parado.

Biodiscografías es algo más que un vinilo literario. Lo que escribe Zaldua no tiene nada de pretencioso ni es una sobreexposición de sus conocimientos musicales, eso, en todo caso, sería solo la carátula del libro. Lo importante va en su interior, en la ficción y el grafismo de sus historias, en las que se entrecruzan la autobiografía con el discurrir de la música pop, las relaciones personales con la historia reciente del País Vasco, todo ello bajo un escenario realista y un clímax incierto mientras la vida sucede y la música también hace lo propio. [Reseña núm. 252]


lunes, 16 de noviembre de 2015

Mascarada ingrata

A Juan Francisco Ferré (Málaga, 1962) le va la marcha sarcástica y perversa. Según dice el escritor Manuel Vilas, JFF es un autor de una moral incompasiva y de una invención cáustica. El malagueño formó parte de la Generación Nocilla, un término para algunos algo friki, por lo que prefieren denominarla mejor como generación Afterpop, movimiento donde la estética responde al exceso de simbolismo de la televisión. Las características literarias de esta generación, que se resumen en la fragmentación, la interdisciplina y un rechazo frontal a la literatura convencional, parecen tomar cuerpo en la trayectoria literaria del andaluz. En esa apuesta suya, radical, de entender la escritura, publica en 2009 Providence, una provocadora novela que obtuvo una buena acogida crítica aquí en España y en su edición francesa. Con Karnaval (2012) obtiene el Premio Herralde de Novela, una historia irreverente que fabula la crisis económica, la quiebra democrática y también la indignación de muchos.

Con su última propuesta narrativa, El Rey del Juego (Anagrama, 2015) nada se interrumpe en su estilo transgresor y heterodoxo que exige de un lector predispuesto a involucrarse en la tarea de participar en una aventura increíble y vertiginosa en donde el humor y el esperpento acudirán a su rescate como bálsamo. Esto ya se daba en sus últimas publicaciones, pero aquí, aún más. La novela arranca con unas citas apócrifas de escritores y personajes variopintos que opinan sobre la valía artística del libro y, a partir de este sorprendente preámbulo, el lector es empujado por un tobogán vertiginoso hacia no se sabe dónde. Lo que viene tras de sí es una concatenación de secuencias que no parece tener límites. Es entonces cuando la novela adopta, inevitablemente, un curso delirante que obligará al lector a adoptar sobre ella un punto de vista también delirante.

El Rey del Juego es el rey del desvarío y del sarcasmo, una pesadilla recurrente y grotesca. Cada capítulo llega siempre henchido de algo, el asombro nunca es pequeño, todo es disparatado en ese torbellino de la realidad por donde transitan los personajes. Axel Bocanegra, el protagonista y narrador de la historia, se embarca en un delirante viaje por las lindes de una España kafkiana, que viene de vuelta, con el rabo entre las piernas, eliminada del último mundial de fútbol, y en la que, en ese estrambótico trayecto, se proclama el estado de excepción como consecuencia de un atentado contra el rey, al mismo tiempo que se pone en escena a famosos personajes femeninos de la televisión. No faltan escenas y trifulcas de sexo y violencia a lo largo de muchos capítulos. Y esto no es todo, sino que para más enredo, la trama se sumerge en elucubraciones y teorías de la conspiración que resumen el totum revolutum de la actualidad política del país, a modo de una especie de teleserie en la que no faltan oprobios, peroratas y falacias.

Hay un enfoque cinematográfico y paródico en la narrativa de JFF que se repite en sus novelas, no le importa acudir a la tradición picaresca para reflejarlo con mayor énfasis o, incluso, como si rescatara de las portadas de la prensa un aluvión de referentes malévolos de famosos que se incorporan a sus párrafos más festivos para dar mayor diversión al lector, cada vez más sorprendido con la excesiva dispersión de la trama. Al fin y al cabo, esto último forma parte del espectáculo, ya que se trata de una osada apuesta a la que opta su autor.

El Rey del Juego es una novela ofensiva que ataca con displicencia a los dirigentes políticos: “En este juego –subraya el narrador– se puede ser todo lo paranoico que se quiera, pero lo que no se puede ser, bajo ningún concepto, es un gilipollas” (pág.139). Lo que aquí se relata es una mirada sarcástica de la “España profunda” y la “España superficial”, como se apostilla en uno de sus párrafos (pág. 172). Todo un show enloquecido y sicalíptico en donde no faltan perfidias morales y escenas pornográficas, propias de un videojuego erótico y pernicioso o un manga japonés.

Juan Francisco Ferré vuelve a sorprendernos con un nuevo artefacto literario, un derroche narrativo tan propio de su firma, con una prosa vigorosa y efectiva, de ritmo endiablado y desasosegante, sin respiro, sin tregua, incluso incorporando otros relatos dentro de la novela (un guiño cervantino) para aupar la deriva de sus personajes que deambulan hacia el abismo.

Ferré es un artista radical del cuadrilátero estilístico, ese que exige gancho y pegada para despertar al lector de la complacencia permisiva en la que vive inmerso y darle pábulo a su conciencia, mostrándole la mascarada ingrata y amarga de lo que acontece a su alrededor. [Reseña núm. 251]


jueves, 12 de noviembre de 2015

El alcaloide del 98

Así llamaba el arrogante Premio Nobel de Literatura Camilo José Cela (Iria Flavia, La Coruña, 1916 – Madrid, 2002) al viejo Baroja. Pero en esta ocasión, el lenguaraz escritor gallego lo hacía con cariño, respeto y devoción. Cela no tuvo reparos en admitir públicamente que, entre los varios maestros que tuvo, la figura de su admirado Baroja, el oso vascongado, como le gustaba también nombrarlo, ocupaba un lugar predilecto en su trayectoria literaria. Y esto no fue una declaración puntual y grandilocuente del autor de La Colmena, sino que jamás quiso olvidarse de él, como se refleja en muchos textos y artículos que redactó sobre el creador de Las inquietudes de Santhi Andía. “Un pionero y maestro del género narrativo, el último gran novelista español que sigue vivo en la memoria de sus lectores”, estos fueron algunos de los elogios encendidos que Cela pregonaba a cal y canto tras la muerte del escritor vasco.

La editorial Fórcola acaba de publicar un hermoso libro sobre los distintos textos que Cela firmó sobre Pío Baroja, una cuidada antología preparada y seleccionada por Francisco Fuster bajo el título de Recuerdo de Don Pío Baroja, donde se recogen semblanzas, artículos de opinión, anécdotas y una entrevista, también, muy reveladora y curiosa sobre los gustos artísticos del escritor donostiarra.

Para el mundo de las letras y, especialmente, para los lectores barojianos, la figura de Don Pío, más allá de ser un escritor enorme e intemporal que se lee mucho o poco, es, sobre todo, un mito. Este librito viene a constatarlo de una forma testimonial, porque para llegar a ese estadio, Baroja no precisó exponerse a la vista de todos. “Es el arquetipo de individualismo a ultranza –subrayaba Cela–, un hombre distante que ve el universo desde su atalaya”. Pero no solo eso, sino que “ignora el mundo físico de los demás –añadía–, porque su inmenso y diáfano mundo literario le permite vivir sin él”. En ese sentido, Cela no le tuvo en cuenta al maestro que veneraba que este declinara prologar su novela La familia de Pascual Duarte. Su rechazo nada tenía que ver con la calidad de la obra, sino con la censura. El viejo escritor le espetó sin miramientos: “yo no le hago el prólogo, yo no tengo ganas de ir a la cárcel ni con usted ni con nadie”. Camilo siempre demostró ser un incondicional de Baroja, incluso escribió una carta al rey de Suecia promoviendo su candidatura al nobel de literatura. De joven fue un asiduo visitante de la casa de Ruiz de Alarcón, su última residencia. Allí también veló su féretro junto a Hemingway y a otros fieles allegados y, el 31 de octubre de 1956, cargó a hombros con sus restos camino del cementerio.

Pío Baroja, como escribió su sobrino Julio Caro Baroja, creía que la vida, empezando por la suya propia, aparte de ser una cosa amarga y dura, era irreductible, contradictoria, llena de vacíos y fiascos. Para él, la acción podía, en algunos casos, darle sentido a la vida, en cambio, la razón, casi nunca. Ante la muerte mantuvo una actitud siempre fría y distante, como una servidumbre más de la existencia. Julio agradeció a escritores como Cela, González-Ruano, Pérez Ferrero y otros la devoción inquebrantable que sintieron hacia su tío.

Recuerdo de Don Pío Baroja encierra un compendio de opiniones y semblanzas que Camilo José Cela desplegó sobre el autor de Desde la última vuelta del camino, y, aunque hay opiniones y párrafos que se repiten en algunos de los textos escogidos, algo común en el escritor gallego que echaba mano de ellos sin menoscabo, ni reparo, en nada desmerece su valor literario e histórico. Cela desgrana, por activa y por pasiva, su gusto y adicción por la obra barojiana, desvelando sus secretos estilísticos y el espíritu individualista e indomable que el escritor vasco siempre imprimió a las historias de sus novelas, ese valor tan suyo henchido de sinceridad y autenticidad. La novela de Baroja, a pesar de su estilo desaliñado, funciona, y, como decía Antonio Machado, no se le cae a uno de las manos, porque el lector descubre que los personajes hablan por su cuenta y se hacen dueños de la historia. Cela fue un continuador de esa estirpe de escritor de raza, egótico y displicente, quizá el último bastión del espíritu novelesco del 98, algo que llevó con desparpajo y nunca disimuló en vida.

Cuando uno descubre una nueva publicación en torno al autor que admira, como es el caso de este entrañable viejo cascarrabias, se da cuenta de que aquellas lecturas adictivas que inició hace ya mucho tiempo, como El árbol de la ciencia o Las noches del buen retiro, no fueron en balde, porque lo que nos contaba tenía alma y acción, vida e historia: Literatura, con mayúscula, y eso inevitablemente es lo que lo convierte en un escritor memorable e inmortal. [Reseña núm. 250]