martes, 28 de octubre de 2014

Los frágiles lazos


Acabo de finalizar la novela de Alejandro Palomas (Barcelona, 1967) Una madre (Siruela, 2014), una historia que transita por los márgenes de la cotidianidad familiar, pero cuyo relato responde a los entresijos y devaneos secretos de los miembros de una familia unida por el fervor fascinante de Amalia, una madre cándida y liviana que ejerce de sostén de todos ellos, desde la discreción y la generosidad.

Mientras elaboraba el borrador de esta reseña, me vino a la memoria el maravilloso melodrama de Mike Leigh, Secretos y mentiras (1996), una obra que sobrecoge al espectador llevándolo a un documental intimista más que a una película, en donde un grupo de diferentes personajes, unidos por lazos familiares se debaten entre sentimientos, pasiones, crisis personales, crisis de parejas, madurez e identidad para hablarnos de la vida y la necesidad de amor. En este discurrir, la novela de Palomas también ofrece los mismos ingredientes, pero el escritor barcelonés rehuye del psicodrama grave y ensarta una trama en un tono más afable y cómico.

Amalia, una madre de 65 años, recientemente divorciada, reúne en su casa en nochevieja a sus tres hijos: Silvia, Emma y Fernando, además están invitados el tío Eduardo y Olga, la nueva pareja de uno de sus hijos. Conforme vas metiéndote en las entrañas del libro, te das cuenta de que la familia que se congrega a la mesa de Amalia no es una familia muy común, aunque en parte sí. Pero lo que realmente brilla en ella son sus componentes, unos seres perplejos, contradictorios y llenos de sentimientos que desvelan soledades obligadas en un mar de frustraciones en el que Alejandro Palomas profundiza hábilmente.

La familia es eso que uno no elige pero que verdaderamente condiciona, aunque los personajes sean entrañables, como en esta novela. En Una madre todo parece que va a saltar por los aires hasta que esa amenaza se desactiva constantemente gracias al desparpajo y surrealismo del alma mater del relato, Amalia. Palomas imprime libertad a su personaje y le otorga esa facultad de unir piezas rotas e incluso rescatar los pecios de sus naufragios y convertirlos en tesoros para toda la familia.

Leer Una madre es una oportunidad de entrar en la casa de otra familia para vernos imbricados alrededor de una mesa, en una extensa cena, con los problemas vitales y personales de los miembros de un clan expuestos al desliz, a la risa y al llanto, con la esperanza de sobreponerse a ellos mismos gracias a la actitud desenfadada de su personaje principal, Amalia, una mujer sin dobleces, contraria a la venganza y dispuesta a exhibir ese carpe diem tan ausente en las vidas de sus hijos; una mujer, aparentemente ingenua, que rehuye del conformismo, dispuesta a romper barreras y a afrontar las vicisitudes impertinentes con grandeza y alegría.

Alejandro Palomas ha escrito una obra emotiva y divertida que destella finura y sutileza, un relato contado en primera persona por un narrador protagonista, Fer, al que le otorga una voz secundaria, pero relevante, en el papel de testigo de todo lo que ocurre en aquella cena memorable, hervidero de secretos y desvelos sorprendentes de todos sus comensales.

Una madre es un libro narrado con maestría y buen gusto, como corresponde a un escritor sensible y detallista con el juego de las palabras y su entonación.

Hay libros que rugen y libros que cuchichean. La novela de Palomas se encuadra, sin duda, entre estos últimos para mostrarnos los secretos y los frágiles lazos afines a cualquier familia.

jueves, 23 de octubre de 2014

Un lector agradecido


Me enteré de la existencia del escritor Avelino Fierro (Chozas de Arriba, León, 1956) gracias a un encendido artículo de Félix de Azúa, publicado en El País a principios de este mes, en el que el autor de Autobiografía de papel (Mondadori, 2013) destaca la pasión literaria de este fiscal de menores que acaba de publicar un libro de diarios bajo el título Una habitación en Europa (Eolas, 2014), un género por el que profeso una debilidad recóndita.

Para un magistrado como Fierro la buena literatura no apela a nuestro poder de juzgar, sino a nuestra capacidad de ponernos en el lugar de otros. Le gusta decir que Una habitación en Europa es en verdad un diario de un lector agradecido y sentencia (como haría en su profesión) con lo que sigue: Leo con lápiz para sacarle más punta a lo que leo. Y escribo porque leo.

Una habitación en Europa es un cajón literario que contiene pequeños microrrelatos, breves ensayos, cartas, conferencias, notas de viajes e improntas poéticas pero, mayormente, anotaciones personales. Estos fragmentos, enmarcados entre el 2010 y 2012, conforman en su conjunto un diario reflexivo de un lector consumado que apuesta por la felicidad de leer insistentemente, sobre todo, poesía, como le gustaba apostillar a Bradbury: “Lea usted poesía todos los días. La poesía es buena porque ejercita músculos que se usan poco. Expande los sentidos y los mantiene en condiciones óptimas”.

El lector que se acerque a estos sutiles y tersos fragmentos de Avelino Fierro encontrará en ellos proyecciones por los paisajes de la región leonesa y ciudades centroeuropeas, muchas citas y fervores por escritores de la talla de Zweig, Auden, Borges, Brodsky, Pla o Gil de Biedma, un extenso catálogo por donde transita su alma poética que da sentido a su escritura y por donde su voz se muda conforme a sus experiencias vividas. En realidad hay una búsqueda propia del lector de diarios indagando en el alma del diarista, como en cierto modo aspira el escritor, trasladando a su confidente, el lector, lo que realmente hay en sus anotaciones: la vida de un hombre que, en parte, ha renunciado a media vida, por atención al lector, con el que va a emprender un camino para recuperar esa otra media restante para él y acaso, también, para su lector.

Una habitación en Europa es una incursión en el mundo literario de Fierro, un lector avezado al que le gusta enhebrar citas por medio de una prosa ajustada y transparente sustentada en la reflexión; un libro delicado, hermoso y lleno de hondura que le aproxima a grandes escritores españoles diaristas como Pla, Ruano, Trapiello o Azúa. Si en todo diario hay un proyecto de literatura tenemos que pensar que, este tardío escritor leonés y excelente continuador de esta senda de la escritura del yo, tiene entregas próximas que hacernos.

En cualquier género, la literatura viene a confirmar lo que el Nobel turco Orhan Pamuk dejó dicho cuando recibió su galardón: “La literatura es la experiencia más valiosa que el ser humano ha creado para comprenderse a sí mismo” y ésto, Avelino Fierro, un lector agradecido, como a él le gusta definirse, lo deja patente con su testimonio literario en esta obra lúcida y entretenida que no defraudará a los entusiastas de este género intimista.


lunes, 20 de octubre de 2014

Lo prometido es deuda


En 1932, Federico García Lorca pronunció una conferencia en el Hotel Ritz de Barcelona sobre su obra maestra Poeta en Nueva York en la que destacaba la impronta de la metrópolis americana con estas palabras: “Los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia”. Después de casi un siglo, hoy día es difícil aún resistirse al encanto que ejerce la ciudad de Nueva York, símbolo de la modernidad y del capitalismo occidental; por eso es fácil comprender la extraordinaria atracción y fascinación que su arquitectura vertical debe haber creado no sólo en el visitante español de principios del siglo XX, acostumbrado a un espacio urbano menos puntiagudo, sino también en los que en estos inicios del milenio nos hemos acercado a La Gran Manzana: la ciudad que nunca duerme. La impresión de su grandiosidad e importancia llama la atención del emigrante, del turista sencillo, del recien casado, pero también despierta el interés de escritores y artistas que ven en la geometría atrevida de la ciudad y su ambiente una fuente inagotable para sus creaciones. Tampoco parece inmune al hechizo de la metrópolis el poeta y su poesía. Poetas de la estirpe de Lorca, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas o José Hierro testimoniaron con su lírica el alma de los barrios neoyorquinos y cantaron en endecasílabos a sus rascacielos infinitos.

La última crónica poética editada en España sobre la ciudad de los rascacielos viene acompañada del Premio Nacional de Poesía, un galardón prestigioso que en esta ocasión ha recaído en el veterano poeta andaluz Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1943) por su poemario Nueva York después de muerto (Calambur, 2013), que ya obtuvo este año el Premio Nacional de la Crítica. Hernández se redime de una promesa que hizo en 1992 a su amigo y maestro Luis Rosales en su lecho de muerte. El poeta granadino, Premio Miguel de Cervantes, quería hablar del exilio, del problema de la gran ciudad, de la lucha de clases y de razas. Nueva York era su objetivo poético como continuidad al espíritu creado anteriormente por Federico, pero la enfermedad pudo con sus anhelos y aquel empeño imaginado lo recoge como compromiso el propio Antonio.

En Nueva York después de muerto hay tres protagonistas: Lorca, Rosales y A.Hernández. En este libro trinitario abunda el coloquio y una filosofía en su ejecución que aspira a la poesía total, un intento de interrelacionar los diferentes géneros: poesía, narrativa, teatro y crónica periodística. La verdad es que, en esta apuesta arriesgada y comprometida, Antonio Hernández ha estado a la altura y exigencia de la obra proyectada, desde el arranque vindicativo, hasta su final conmovedor.
Antonio Hernández

Así comienza el poema:

Luis Rosales Camacho
nació en una calle, Libreros,
tan pequeña que iba a dar clases por la noche.
Federico García Lorca sigue naciendo,
sigue naciendo para siempre como un río.
En Federico quisieron asesinar
lo que es coraza contra la muerte. A Rosales
pretendieron hacerlo cómplice
del crimen.

Y así concluye:

Abrió un ojo sonriente, como
quien no quiere tratos con el luto.
Y al volver a cerrarlo presentimos,
unificados por la voz del alma,
que algo acababa de estrenarse
arriba, en las estrellas.

Antonio Hernández ha escrito una de las obras más potente de su producción lírica, donde no renuncia a sumar ironía y sentimiento, un extenso poema estructurado en tres partes que atraviesa la ciudad de Nueva York evocando el espíritu de Lorca y rinde homenaje a la conciencia ética del maestro ausente, Rosales.

En síntesis: Nueva York después de muerto es un libro memorable, toda una promesa cumplida de manera sobresaliente por un poeta curtido y de reconocida trayectoria literaria.


martes, 14 de octubre de 2014

Un capricho literario


Al comienzo de la obra de Juan Ramón Jiménez, allá por el año 1902, las influencias de Becquer y el modernismo incipiente de Rubén Darío, explican la importancia que estos dos maestros ejercieron en su trayectoria literaria. Cuando Rubén Darío, que sabía ver las cosas y las gentes con gran ojo crítico, le dijo al joven poeta de Moguer: “usted va por dentro”, a los pocos días de conocerlo, estaba ya deslindando el terreno e insinuando el camino de su exitosa carrera literaria: “Usted irá por dentro, porque ese es su destino”. Ir por dentro significa, en la poesía universal, ser fiel a uno mismo y tener el buen sentido para escribir de todo lo que pasa a nuestro lado. Cuando sabes escribir todo eso, el hombre ya es más que hombre sin dejar de serlo: es el poeta, el intérprete verbal del universo.

En 1904, el joven poeta andaluz recibió una carta de Perú en la que la señorita Georgina Hübner le declaraba su admiración y le solicitaba algunos de sus libros, imposibles de conseguir en Lima, su lugar natal y de residencia.

A partir de esta anécdota real ocurrida a nuestro extraordinario intérprete de la poesía universal, el joven escritor cántabro Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) monta un artefacto divertido para relatarnos la broma literaria llevada a cabo por dos jóvenes letraheridos, con ínfulas poéticas, y empleados de oficina. Uno de ellos, José Gálvez Barrenechea, ejercía ciertamente de poeta, el otro, cómplice del engaño, Carlos Rodríguez Hübner, impulsor de la inexistente Georgina Hübner, jugaba un papel de instigador de la travesura, con el fin de conseguir los libros del bardo español autografiados. En la novela, este personaje está construido desde la inventiva del autor y es, quizá, el que más trasciende a los ojos del lector.

La novela El cielo de Lima (Salto de Página, 2014) transita por estos entresijos de la correspondencia entre la joven Giorgina y Juan Ramón Jiménez que derivará en un romance trasatlántico cada vez más íntimo. El poeta andaluz se enamora y al final dedica una de sus memorables elegías bajo el título: Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima, una musa inventada y urdida por dos admiradores peruanos que buscaban mantener una relación epistolar con el Nobel.

Juan Gómez Bárcena, un autor henchido de lozanía, se vale de esta historia para construir su obra con la maestría de escritor curtido en lecturas y con la astucia pícara de trasladar a sus dos impostores protagonistas el ardid de escribir una novela. Con este propósito, Gómez Bárcena proyecta una novela sobre los cimientos de la creación de otra que derivará en un juego ameno y metaliterario, donde los personajes se convierten a su vez en artífices del invento. Un reto que, a mi juicio, solventa con autoridad y habilidad narrativa el escritor santanderino.


Gómez Bárcena ha escrito una novela tragicómica, entre la realidad y la ficción, que lleva en volandas al lector por los linderos literarios del juego de la imaginación, gracias al tono evocador y emotivo que la trama narrativa surge desde la propia literatura, hasta el capítulo final, colofón de un poema.

El cielo de Lima es el resultado de una novela moderna, estructurada en capítulos cortos, con mucho diálogo interconectado con la voz del narrador y desde la óptica clásica de unos personajes que tratan de recrear en su esencia una musa inspiradora. Sin embargo, todo se reconduce desde el discurso y la interpretación que su creador atorga al doble juego de la ficción: la verdad de la mentira.

En definitiva, Gómez Bárcena sorprende con una novela entretenida y literariamente ambiciosa, escrita con desenfado y frescura: un capricho literario, orquestado entre la ficción y la realidad, para revivir una invención poética de principios del siglo XX.

viernes, 10 de octubre de 2014

Altura y hondura


Tres de los grandes escritores británicos de las últimas décadas, me refiero a Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes, regresan a las librerías con sus nuevas propuestas. Tres ases que en España tienen un largo recorrido gracias al sello mayonesa de Anagrama que, practicamente, ha publicado todas sus obras. El libro de Amis, sin embargo, está previsto que salte a los escaparates el próximo año con el título de Zona de interés, una historia sobre el Holocausto y viene cargada de polémica porque en Francia y Alemania rechazaron su publicación. En cambio, McEwan vendrá con La ley de la infancia, un relato que arranca una tarde de domingo en la casa de una jueza que aparenta llevar una vida apacible..., pero no tengo datos de cuándo entrará en el catálogo de Herralde, de manera que estaremos al acecho. El que sí se ha estrenado ya este mes de octubre ha sido Julian Barnes (Leicester, 1946) con Niveles de vida (Anagrama, 2014).

El autor de El loro de Flaubert aterriza, nunca mejor dicho, con una obra pertrechada desde las alturas de la ficción hasta la hondura de la memoria, desde el cielo de globos aerostáticos hasta el abismo de la pérdida.

Niveles de vida es un texto ameno, con tres piezas literarias cortas que hablan de los retos de vivir, del amor que todo lo desborda y del dolor de la pérdida. En El pecado de la altura y En lo llano, Barnes traza dos crónicas sobre la conquista de los cielos por aquellos pioneros del siglo XIX que iniciaron la aventura de la navegación aerostática en las que aparecen la actriz Sarah Bernhardt, el intrépido aventurero Fred Burnaby y el fotógrafo Gaspar Féliz Tournachon, alias Nadar. “Vivimos a ras de suelo, -dice el narrador- en lo llano, y sin embargo aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión; la mayoría con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves”(pág. 49). Y, acto seguido, enlaza con su historia privada y afirma: “Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. A veces para ambos” (pág. 50).

La pérdida de profundidad corresponde a la tercera pieza del libro y es aquí donde Barnes despliega, sorprendentemente, con una claridad literaria y sentimental poco habitual en su estilo, su ajuste de cuentas, el duelo que palpita en su pluma cuando aborda la muerte de su mujer y agente literario Pat Kavanagh, fallecida en el año 2008, al mes siguiente de que se le diagnosticara un tumor cerebral.

Viene a decirnos el creador de Arhur & George que el duelo te empuja a entrar en una geografía con mapas que marcan una nueva cartografía en tu vida, un camino nuevo por donde lastrar la pena, porque no se puede acelerar el duelo (You can't hurry grief), lleva su tiempo. Barnes confiesa que contempló el suicidio tras la pérdida irreparable de su esposa.

Julian Barnes ya tocó literariamente el tema de la muerte con El sentido de un final (Anagrama, 2012), una historia trágica y de suspense, así como en Nada que temer (Anagrama, 2010 ), un libro irónico de memoria familiar en el que reflexiona sobre la condición religiosa y mortal del hombre. En Niveles de vida, el dolor de la pérdida va más allá, hasta refractarlo en el mismo nervio de la escritura, a modo de confesión directa y sentida reflexión.

Cuando lees un buen libro no escapas de la vida, sino que te sumerges más profundamente en ella. La lectura y la vida no están separadas, son simbióticas. El libro de Barnes es una buena oportunidad para comprobralo, a pesar de que su artefacto literario pueda parecer una obra menor, pero nada desdeñable, porque Niveles de vida goza de altura y hondura.


lunes, 6 de octubre de 2014

En un mundo ajeno


En estos días la prensa se hace eco de la celebración del Festival de la Risa de Bilbao. Llama la atención que Carrère y Echenoz, dos de los narradores franceses más trágicos y relevantes de las letras del país vecino, poco afines a la literatura humorística, figuren en el programa de los organizadores de este evento. Emmanuel Carrère opina que la risa puede torturar a la literatura y Jean Echenoz se desmarca y afirma que jamás ha soltado una carcajada por alguna ocurrencia suya en el escritorio. Ambos creadores se encuentran en las antipodas de este menester y, según los cronistas, se mostraron esquivos al asunto, más si cabe por parte del autor de Relámpagos (Anagrama, 2012). Echenoz, fiel a su estilo, desmitificó además la bohemia y los cafés tertulianos, mostrándose más proclive a buscar la risa de los clásicos, como Flaubert, Proust o el propio Dickens.

Lo último aparecido en las novedades de las librerías de Jean Echenoz (Orange, Francia, 1947) viene a confirmar el estilo propio del escritor galo, tan alejado del humor como obstinado en su apego a las historias dramáticas. Un año (Edit. Mardulce, 2014) es una novela escrita en 1997 y que permanecía inédita donde se cuenta la huída de una joven sobresaltada por la repentina muerte de un amigo en su propia cama. Echenoz es un escritor avezado en la narración condensada, capaz, en menos de ochenta páginas, de dar pábulo a cualquier asunto ético que surja en el transcurso de la trama, como en este caso le ocurre a la protagonista de esta historia, Victoire. Todo sucede vertiginosamente, en armonía con el estilo del escritor francés que es un maestro en la continuidad concisa y en el ritmo narrativo exento de digresión. Echenoz pone énfasis en los tiempos gramaticales. Cada tiempo lleva su velocidad propia, como el vehículo que arranca, acelera y frena. La sintaxis verbal forma parte fundamental de la manera de entender el pulso narrativo de su novela.

En Un año, el escritor provenzano irrumpe en la narración con la estampida de la protagonista que huye de París desquiciada, sin indagar cómo sucedió la tragedia para evitar las pesquisas de la policía. Se dirige al banco, saca todo el dinero disponible y toma un taxi en dirección a la estación de Montparnasse. Victoire no se da tregua y toma el primer tren que la conducirá a un lugar que comprometerá su existencia, el dinero se esfuma y aparece el infortunio hasta degradar su existencia, arrastrándola a la inmundicia de la pobreza extrema. Al cabo de un año, la joven regresa curtida, sin melancolía, ni rastros de miedo, sólo con un cuerpo lacerado que todavía tendrá que superar el desenlace sorprendente e inesperado que le aguarda.

Jean Echenoz tiene claramente marcado su perfil creativo, coherente con la visión de la literatura que él concibe y, en esta nouvelle, denota la vigencia de su apuesta narrativa para abordar con precisión obsesiva la trama de una existencia perturbada que deriva en un mundo ajeno.

Un año es todo un ejercicio literario contundente y conciso que no deja indiferente al lector y, mucho menos, a los que nos consideramos acólitos de la obra de este extraordinario escritor de miniaturas literarias. Lo celebro.

jueves, 2 de octubre de 2014

Andanzas homéricas


La literatura no es un plato acabado. Un libro es algo incompleto, poco hecho, como la carne de los fogones, pendiente de acabar en la mesa del lector, el verdadero comensal del banquete. Entre el menú de novedades literarias de los últimos meses, tomé hace unos días la novela Las manos (Candaya, 2014) de Miguel Angel Zapata (Granada, 1974), su ópera prima en este género, un plato narrativo de nueva cocina en el que destaca su desbordante imaginación.

Zapata, un autor que hasta ahora cocinaba su escritura en la parrilla del cuento y microrrelato, sorprende a propios y extraños con este relato. En Las manos, las hazañas del protagonista se funden en una trama donde lo casual irrumpe con contundencia a partir de un inicio sorprendente que determina todo el recorrido que lleva a cabo Mario Parreño por el mundo, el singular personaje de esta historia rocambolesca, obsesionado en recuperar la copa del mundo de fútbol, robada por unas manos anónimas durante el desfile triunfal de la selección española por las calles de Madrid. La lógica que sigue desaparece y Mario parece un títere en manos del destino caprichoso y todo se convertirá en una odisea grotesca y delirante por el mundo.

Las manos es una aventura disparatada, trazada en una especie de viaje a Ítaca, donde el azar y el propio destino del juego metafórico conducirán al lector a Viena, Nueva York y Tokyo, para después regresar de nuevo a Madrid acompañando al protagonista que retorna más ensimismado y cariacontecido a su hogar.

La última propuesta literaria de Miguel A. Zapata es todo un ejercicio estilístico de principio a fin en el que da rienda suelta al discurrir de la imaginación, con mucho jazz de fondo para alivio de las reflexiones delirantes que salen de la cabeza enferma de su protagonista, un sujeto depresivo, hijo de un padre suicida y de una madre menguante. Zapata parece escribir con la técnica de la escritura automática por su desenfreno y pasión. Además su fuerza expresiva se apodera tanto de situaciones esperpénticas como de reposos melancólicos que aquejan a su personaje, un estereotipo acostumbrado a encogerse de hombros, pero que no rehuye de la aventura.

Las manos es un libro original y atrevido, con una prosa provista de ardorosa inquietud, a veces compulsiva, pero rebosante de humor caústico y rebeldía, un sello propio de este joven profesor granadino que podemos contemplar también en sus anteriores libros de microrrelatos y cuentos.

Miguel Angel Zapata ha escrito la historia de un héroe, su Marco Polo Parreño, para interpretar la suerte del destino donde la épica futbolera es sólo un motivo para indagar sobre el verdadero asunto de nuestra existencia: la búsqueda de un grial que justifique el sentido que tiene la vida; un asunto en el que se reafirma el protagonista al final del libro: Dadme un punto de apoyo y me inventaré que existe el mundo.

Las manos, en suma,  es una odisea de vuelta al punto de origen, una andanza homérica de un hombre que se había arrogado el papel de héroe y vuelve desgastado como una goma de borrar que hubiera perdido fragmentos de sí en su viaje por el mundo. (pág. 251)