martes, 29 de julio de 2014

Litera-locura


Decía E.M. Cioran que “escribir sobre el suicidio es vencer el suicidio”. Hay razones de índole personal que muestran el interés por lo melancólico y suicida en lo literario. Según estudios al respecto, los escritores son más propensos que otras personas a sufrir enfermedades maniacodepresivas que, a menudo, les pueden conducir al suicidio. En esa nómina de letraheridos que acabaron en ese estado de ánimo, tan melancólico y trágico a la vez, encontramos a figuras de la talla de Epicuro o Séneca, en la Antigüedad, Alfred Musset o Larra, en el Romanticismo y, en el siglo XX, los sonados suicidios de Virginia Woolf, Hemingway, Pavese o las poetas Alfonsina Storni y Sylvia Plath.

La escritora y pintora alemana, Unica Zürn (Berlín, 1916 – París, 1970), debió ingresar a la edad de treinta y siete años en un manicomio para superar sus crisis esquizofrénicas. Sus problemas mentales se incrementaron durante años y tuvo un desenlace fatal, en 1970, cuando se arrojó al vacío desde su casa en París. Zürn tuvo un inicio de carrera talentoso como guionista. Tras la Segunda Guerra Mundial, sobrevive vendiendo relatos y novelas por entregas a periódicos alemanes y suizos. Fue admirada por grandes artistas del surrealismo, como André Breton, Man Ray o el mismísimo Marcel Duchamp. Pero la fama de Unica se debe especialmente a sus dos novelas póstumas: El hombre jazmín y Primavera sombría, dos extraordinarias obras en las que relata sus inevitables estancias en el hospital psiquiátrico de Wittenau en Berlín.

El hombre jazmín, editado por Siruela (2006), es el diario de una poeta atrapada entre dos mundos, el de la vigilia y el sueño, un escenario bipolar en el que convive lo maravilloso y lo oscuro, la vida creadora y la destrucción. En poco más de cien páginas, la escritora berlinesa narra con detalle sus obsesiones y el mundo caótico en que vive, así como su paso por distintos centros psiquiátricos. Unica Zürn comienza su diario contando el sueño que tuvo con a penas seís años atravesando, igual que la Alicia de Lewis Carroll, al otro lado del espejo que cuelga de su cuarto. El espejo se transforma en una oquedad por la que transcurre una extensa avenida de álamos que finaliza a las puertas de una casa pequeña. En su interior, encuentra, sobre una mesa, una misteriosa nota y, cuando se dispone a leerla, despierta sobresaltada. Unica corre hacia el espejo y comprueba que tras él solo reposa una pared y ésto le trastornará, pues lo que la niña desea con ahínco es volver a los brazos del sueño, el cubículo de sus deseos.

El texto de Unica Zürn es un verdadero vértigo de transcripciones poéticas sobre las vivencias y las alteraciones de la esquizofrenia que padece. El hombre jazmín es una crónica documental sobre la incontinencia del deseo, de la creatividad y del alto precio que hay que pagar cuando la locura se apodera de la mente; un testimonio único y conmovedor donde la protagonista y autora demuestra su extraordinario talento al plasmar una vida azarosa y enfermiza en un documento poético de extraña belleza literaria. Un libro lleno de expresiones demoledoras que solo ha sido posible transcribir y experimentar a través del camino ofrecido al otro lado del espejo por el desvarío y la alucinación.

En suma, El hombre jazmín es un libro crudo y conmovedor que logra arrancar la compasión del lector, escrito por una mujer a la deriva, conducida por la voz de ese hombre que huele a jazmín y la lleva, más que al amor total, a la flagrante locura de una creación literaria que no logró salvarla del abismo.

Unica Zürn, antes de saltar al vacío desde el balcón de París, a los cincuenta y cuatro años de edad, ya había muerto y vuelta a nacer en repetidas ocasiones, sin tener en cuenta la sentencia del escritor rumano de vencer al suicidio escribiendo.

viernes, 25 de julio de 2014

El monte y la poesía zen


En mi plan diario de lecturas, la poesía tiene su presencia predeterminada y cuenta con treinta minutos de consideración cada jornada. Lo más emocionante de esta tarea rutinaria brota cuando encuentro algunas veces, gracias al azar, nuevas publicaciones que me animan a postergar mi dilatada propensión a releer a los poetas de siempre. Del último feliz hallazgo vengo a esta bitácora con un libro de Vicente Gallego (Valencia, 1963), Cuaderno de brotes, editado por Pre-Textos en su colección La cruz del sur, un poemario singular y experimental en prosa.

Del escritor levantino, perteneciente a la generación poética de los ochenta, solo había leído, hace algo más de una década, su colección de poemas reunidos en Santa deriva, Premio de Poesía Fundación Loewe, un texto muy celebrado que, por aquel entonces, le aupó merecidamente a una mayor consideración por parte de la crítica y, sobre todo, al interés del público aficionado a este género tan sublime y complejo.

Cuaderno de brotes es un poemario de hospitalidad, de comunión con la naturaleza. Gallego escribe, en más de cincuenta fragmentos, una reflexión sobre el verdadero alcance de las fugacidades intermitentes que la vida mínima del día a día ofrece. Un libro con alma de experiencia en donde el poeta se muestra fútil ante la sencillez enorme de la naturaleza. Hay algo sagrado en estos poemas, nacidos de la meditación y el contacto con la tierra y sus elementos, que conmueve al leerlos.

Vicente Gallego explica con su Cuaderno de brotes ese nexo entre el hombre y el paisaje como sintonía necesaria para dar sentido a una existencia verdadera. Para el poeta valenciano, más zen ahora que nunca, la soledad consuela al hombre apartado que busca respuesta en el mundo físico que le rodea. Desde ahí adquiere un protagonismo esencial el monte, como refugio genuino, en el que no falta la presencia de plantas y árboles, animales y sombras, agua, luz y noche. El monte es su marquesado, como refleja el siguiente fragmento: ...”¡Yo no sé cómo soportas vivir aquí tan solo!”, le dijo alguien.”Yo no vivo aquí solo, vivo en la soledad enamorada”, le contestó. (pág.15).

Cuaderno de brotes está concebido como un diario poético de paseo y meditación: En cuanto encuentro unas horas disponibles, me meto en el bolsillo mi pequeño cuaderno y salgo a comer y beber campo, soles, aire lavado, porque algunas veces brota en la mañana una palabra verdadera, salta entre los matorrales, estalla en su vuelo torcaz la perdiz que nos pronuncia...(pág. 17).

Un libro de belleza contenida en la emoción de la observación y el susurro de los sentidos, un ejercicio espiritual de contemplación y goce que, a veces, coincide con la hora del ángelus: Como una pinza verde, sujetando ensimismada su devocionario y un extremo de mi estupor, reza la mantis. (pág. 23).

Claro está en estos fragmentos que la senda del poeta no tiene metas, sino que su esencia siempre es un camino, una experiencia: Conozco un camino que llega entre la fronda hasta el gran precipicio...Entre el norte y el sur, entre el cielo y la tierra no ha quedado un lugar donde el ser no se encuentre siendo nada, siendo uno...(pág. 66).

Vicente Gallego ha creado un sacerdocio poético con este Cuaderno de brotes, sin ostentaciones, buscando esa gracia interior de manos de la madre naturaleza: una verdadera paz y mansedumbre en compañía del monte y la poesía zen.

lunes, 21 de julio de 2014

El susurro del tiempo


Los procesos vitales exigen movimiento. La vida, según el viejo Aristóteles, consiste en movimiento y en él tiene su esencia. Incluso, los árboles necesitan para su desarrollo el movimiento que les proporciona el viento. De esto tan natural y trascendental hablan los relatos reunidos en El viento en las hojas, de José Ángel González Sainz (Soria, 1956), una incursión en ese susurro permanente del tiempo en la vida del hombre. La literatura que refleja la escritura del narrador soriano se asienta en el tiempo sin urgencias, en la prosa sedimentada y meditada, muy en las antípodas de cualquier escritura fugaz y efectista.

El viento en las hojas es una colección de siete cuentos que acompaña a ritmo de respiración el transitar del tiempo, un reconocimiento del discurrir de la vida desde la mirada contemplativa del narrador. En este corolario narrativo, editado por Anagrama, González Sainz plasma con destreza momentos mínimos de la realidad imaginada. Lo significativo del texto es esa prosa pulida y reducida que, intencionadamente, se confunde con el sonido del viento en las hojas de los árboles presente en cada uno de los relatos del libro. Todas las piezas que componen el volumen persiguen un afán de conocimiento, a veces obsesivo, como el caso del hombre que ve todos los días, al volver de la oficina, a la mujer maniquí tras el escaparate de una tienda. Cada una de las historias aborda temas diferentes: el sabor a limón del amor, la persecución del mal o reflexiones sobre la libertad...

Hay una propensión meláncolica en la mayoría de estos cuentos, quizá, Como más tarde tuve ocasión de comprobar sea el relato más complejo de la colección y el que mejor narra las convicciones profundas de su protagonista, un viudo jubilado dispuesto a tomar la palabra para desembarazarse del sinfín de cosas que ha supuesto su accidentada existencia. En todas las piezas que aglutina El viento en las hojas, hay una conexión entre sí manifiesta, un elemento simbólico que se traslada de un relato a otro, con sutileza, al final de cada episodio y que justifica la esencia y el título del libro: la aparición de un tilo, una acacia o un chopo cercano para poner canto al paso efímero de la vida. Un título que da que pensar, que pone énfasis en la obervación y en la idea machadiana de que nuestras horas son minutos cuando esperamos saber, y siglos cuando sabemos lo que se puede aprender.



González Sainz es un escritor minucioso en los matices, y éstos se hacen notar en cada uno de los relatos de este delicioso libro, una pequeña pieza narrativa tallada con mimo por la experiencia de su autor y pulimentada por una pluma elegante, propia de un artesano que domina los secretos del oficio de escribir.

En definitiva, El viento en las hojas es un conjunto de cavilaciones misteriosas y extrañas de la vida cotidiana, escritas con primor por un virtuoso del relato breve y de la literatura de verdad; un libro donde la obsesión del paso del tiempo, la vida y la muerte invita al lector a vivir atento al susurro del tiempo.


viernes, 18 de julio de 2014

Perder lastre


Sobre la obra que hoy reseño en esta bitácora podríamos hacer un ejercicio periodístico con los siguientes titulares posibles: “Cuentos orondos”, “Memorias obesas”, “De básculas y endocrinos” o simplemente, ”Las heridas de una niña gorda”. Como de lo que se trata es de quitarse peso de encima, según se advierte en la contraportada del libro, hago lo propio y el asunto se puede zanjar con el titular que encabezo. Perder lastre es un ejercicio necesario y vital, una tarea que resume la esencia del secreto de La niña gorda (Páginas de Espuma, 2014).

La nueva propuesta narrativa de Mercedes Abad (Barcelona, 1961) es un menú de diez relatos que conectan entre sí. Todos los ingredientes contenidos en La niña gorda se condensan en las travesuras y vicisitudes protagonizadas por Susana Mur, principal personaje que aparece en todos los cuentos.

La autora de Felicidades conyugales logra recrear con acierto los problemas inherentes de una niña obesa desde la infancia hasta llegar a la edad adulta, pero sin dar lástima, porque, deliberadamente, la protagonista no está concebida para sentirse desgraciada por sus kilos de más. En los cuentos de inicio, la niña Susana va observando el mundo que le rodea y evoluciona pasando por situaciones incómodas y tristes hasta otras peores, más crueles.

El arranque de la historia de Susanita tropieza con el primer escollo que debe superar la niña: ponerse a dieta. La madre la lleva al endocrino para poner remedio al lastre del sobrepeso que arrastra su hija y que le impide ser una niña normal, como las demás. Una preocupación legítima de madre que desea que su criatura pueda elegir por ella misma a sus amigas y alejarse de un permanente estado de estar pendiente de aceptación por el grupo. En los primeros cuentos de La niña gorda aparece un narrador omnisciente y puntillista que se empeña en destacar los quebrantos y torpezas de la niña protagonista. Todo va girando y, a partir del relato Las hermanas Bruch, el más extenso de todos, hay un punto de inflexión en el desarrollo del libro: Susana toma la palabra en primera persona para contarnos desde el presente cómo debe desenvolverse en su nueva etapa. La narradora se esmera en proporcionar los detalles del mundo de las traiciones entre jóvenes, así como los márgenes estrechos que separan las verdades de las mentiras.

La niña gorda transita entre comidas, golosinas y atracones, en un popurrí de subtramas que hacen que estos relatos parezcan, a los ojos del lector, una novela fraccionada con savia de cuento sucesivo. Dice la autora que la concibió en una primera versión como novela, pero resultó caótica y al corregirla su conversión se ajustó mejor a lo que es, un libro de cuentos.

Mercedes Abad es una escritora salpimentada de constantes referencias a su maestro Saki, todo un adalid del perfeccionismo aplicado al género del relato corto. La autora catalana ha escrito un libro inteligente, con una prosa vivaz en la que destaca los detalles cómicos y mordaces que hacen que el personaje representado por Susana Mur se revele entrañable y cercano al lector.



La niña gorda es, en realidad, la historia de una rebelión, de cómo se construye una identidad, de ese tránsito de la infancia a la pubertad, de la adolescencia a la mayoría de edad, pero desde el dolor, la humillación y el rechazo. La agudeza narrativa de Mercedes Abad, una escritora con alma de gorda eterna, cala en la memoria del lector y logra que su metáfora  alcance a todos los que hemos sido diferentes en nuestra recóndita infancia: bajitos, tímidos, obesos o gafotas empollones, apartados cruelmente por la mayoría dominante de los normales. Por esto y por más razones inconfesables, la niña gorda se hace querer.

lunes, 14 de julio de 2014

Baroja, irresistible


Julio Caro Baroja, en su libro Los Barojas, nos dice que su tío Pío, de joven, había sido muy huraño y áspero. Era la época, sin duda, en que su personalidad literaria empezaba a desenvolverse y en la que todo fueron luchas internas y externas. Lucha con la gente de alrededor, obsequiosa y servil; lucha con sus propias inexperiencias y lagunas. Baroja no estaba contento con nada: ni con la política, ni la literatura, ni las costumbres de la gente. Sólo pensaba en el pasado y el porvenir. Su carrera de médico, además, había sido un fracaso. Sin embargo, de los veintiocho a los cuarenta y dos años (de 1900 a 1914) lo que produjo el escritor donostiarra fue una maravilla y un revulsivo para sus aspiraciones, especialmente con la aparición de sus dos novelas mayores: Las inquietudes de Shanti Andía y El árbol de la ciencia, ésta última, probablemente, la mejor novela de su carrera.

Francisco Fuster (Alginet, 1984) plantea en su último ensayo, Baroja y España: un amor imposible, la vigencia literaria del escritor de Itzea, seguramente, la figura más compleja y extraña del novecientos, a través del análisis minucioso de su novela El árbol de la ciencia y la relación que guarda el texto con los vínculos que don Pío mantuvo con aquella España decadente que tanto le llegó a aturdir.

El libro de Fuster es un trabajo concienzudo y vigoroso, bien documentado, un libro revelador que examina al detalle las entrañas de las ideas contenidas en El árbol de la ciencia, una de las obras capitales del vasco, escrita en época de plenitud. La vida de Andrés Hurtado, protagonista de la novela, estudiante de Medicina en el Madrid finisecular del siglo XIX, es, en gran medida, la vida del propio novelista. Las zozobras y dudas del joven universitario, así como los contrastes entre la realidad y las pretensiones de la gente de la época, dan a la novela un tono intelectual amargo. En la introducción, Fuster deja muy claro que su ensayo no sólo gira en torno a la novela referida, sino que transita por la crisis del fin de siglo, una oportunidad que le ofrece mejor que nadie la literatura barojiana, algo que Ortega y Gasset ya había atisbado con agudeza: “Lo mejor y lo peor de la España actual se presenta en Baroja a la interperie, sin pellejo...” (El Espectador).


El Baroja de los aguafuertes literarios, del trazo duro y sobrio, enemigo de la retórica y de todo artificio, el hermano de Gorki por su amor a las turbas, por su curiosidad de los tugurios y de los lugares menesterosos, aparece redivivo, gracias a esta recreación personal que el historiador Fuster expone con brillantez en Baroja y España, un trabajo de investigación sustancioso y bien esquematizado editado por Fórcola, con el esmero genuino que este sello independiente nos tiene acostumbrados, y examina histórica y críticamente la época que rodearon el alumbramiento de El árbol de la ciencia, a lo largo de ocho capítulos para mostrarnos los entresijos y el contexto en que se redactó la novela. Es curioso cómo las ideas contenidas en sus páginas, a pesar del pesimismo y la fatalidad del héroe barojiano, siguen vigentes después de un siglo.


Francisco Fuster

Baroja y España es un texto amplio y erudito, pero Fuster consigue que no sea gravoso, aunque considero que el destinatario de la obra o es barojiano, o amante de la Edad de Plata de la literatura española.


Cuando a uno le gusta Baroja no hay libros peores o mejores entre los suyos. Todos vienen a ser un poco lo mismo. Para los críticos, los hay de más calidad y peor construídos, pero cuando uno se considera barojiano, y los ha leído prácticamente todos, esas imperfecciones tienen poca importancia. El árbol de la ciencia es uno de mis peferidos, leído y releído en varias ocasiones. Ahora, Fuster, con su excelente ensayo, me predispone con más argumentos a volver a Baroja irresistiblemente.




viernes, 11 de julio de 2014

Irresistibles gotas de lucidez


El otro día, el escritor Antonio Rivero Taravillo colgó en facebook un post agudo y certero acerca de los creadores de aforismos, que decía lo siguiente: “Al aforista no le pido que diga una verdad nueva; le exijo que la diga mejor”. Esto es dar en la diana. El aforismo es un arte antiguo y noble que recientemente goza de un reconocimiento en alza. Cada vez se editan más libros sobre este fenómeno. Si bien es innegable la admiración que siempre suscitó, cultivado por grandes figuras de la literatura y el pensamiento, ahora, con las redes sociales, es todo un boom imparable. Escritores, seguidores y entusiastas del género se retan diariamente en Twitter y Facebook con citas propias y frases célebres para vivificar sus quehaceres y preocupaciones diarias.

La primera vez que leí algo de Nicolás Gómez Dávila (Bogotá 1913-1994) fue precisamente en Facebook, hace un año, y de las diversas citas que me encontré del colombiano, recuerdo ésta, referida por un gran maestro actual del género aforístico, Ramón Eder, que tildaba al sudamericano de “magnífico aguafiestas” con una de las apostillas extraídas de sus escolios: Escribir corto, para acabar antes de hastiar.

Escolios a un texto implícito, editado por el sello Atalanta en 2009 es otro acierto en el haber de Jacobo Siruela, un cuidadoso editor, que puso primor y oficio en la publicación de esta obra maestra del género breve. Este volumen es todo un auténtico sistema filosófico, pese a su forma fragmentaria. Nicolás Gómez Dávila era un erudito (leía perfectamente latín y griego) con una biblioteca selecta de más de treinta mil volúmenes. Cristiano y reaccionario, orgulloso de su condición, es un provocador y crítico de todo lo que representa la modernidad: la democracia, el materialismo, la cultura de masas, la pornografía... Los escolios, esas acotaciones que se anotan al margen de los libros, es el producto de un hombre disciplinado que llevó una vida metódica en busca del pensamiento y la verdad de los grandes asuntos que plantea la filosofía, la política y la religión: el tiempo, el hombre y su destino. El texto implícito, referido por el escritor y pensador colombiano, no es otro que el mundo, la realidad misma expresada por medio de sus escolios.

La mejor manera de entrar en Escolios a un texto implícito es sumergirse aleatoriamente en sus deslumbrantes y sustanciales aforismos, sin olvidarse de leer el prólogo del italiano Franco Volpi, imprescindible y fundamental para aproximarnos al texto y contexto de la obra de este brillante autor colombiano, cuyos irresistibles fragmentos evocan a los moralistas franceses, desde Montaigne y Pascal hasta Rivarol. Los escolios es una obra de infinitas lecturas, para leer y releer, un libro de cabecera con más de mil cuatrocientas páginas que te obliga a subrayar inevitablemente infinidad de frases concisas y punzantes que luego te exigirán reflexionar.

Gómez Dávila es un escritor disciplinado y universal: Solo el escritor paciente y laborioso sirve manjares suculentos al lector; que es consciente, como Lichtemberg, de que el aforismo es la forma más breve del ensayo; sabe que la escritura fragmentaria ha de tener un estilo corto y elíptico: Un hecho es inferior a su relato, y que además de afán didáctico, el escritor tiene que ser exigente y arriesgado: Primero se crea y luego se fracasa, el oficio va al comienzo. Nicolás Gómez Dávila es sutil, pero letal, conoce la ridiculez de un escritor sin talento, que no es más que un eunuco enamorado, de ahí su empeño en escribir con garbo y sencillez para conferir a sus escolios la dureza de la piedra y el temblor de las ramas.


Mucho nihilismo recorre las páginas de esta obra monumental, aunque el pensamiento del autor está forjado de objeciones férreas y rechazos a las banalidades del mundo. Gómez Dávila es un pensador de la estirpe de los exquisitos y extraños, como Cioran, Porchia o Canetti.

Escolios a un texto implícito es uno de mis mejores hallazgos literarios de los últimos años, una colección intemporal de apostillas fragmentarias, todo un corolario de inspiración y lucidez inacabable que confirma la frase feliz del escritor Antonio Muñoz Molina: la literatura es algo que hay que leer al menos dos veces.

lunes, 7 de julio de 2014

Amor sin resguardo


Del encuentro entre los escritores Roberto Bolaños y A.G. Porta nació, además de una verdadera amistad, una relación literaria que cristalizó en la publicación de la novela Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984), escrita por ambos autores donde cuentan las peripecias de Angel Ros, un joven volcado en la literatura y en la música de The Doors. Felipe Benítez Reyes y Luis García Montero tuvieron también la ocurrencia de escribir una novela a cuatro manos, su amistad y relación poética impulsó la idea de publicar Impares, fila 13 (1996), una historia gamberra y postmoderna sobre la ambición y sobre el juego truculento de las pasiones. Quizá la ruptura determinante de la amistad que mantenían García Márquez y Vargas-Llosa impidiera llevar a cabo la novela que planearon escribir entre ambos, una idea que entusiasmó mucho al colombiano, pero que no cuajó para menoscabo de sus seguidores.

Sin embargo, a veces, ocurren milagros en el mundo de las Letras, a pesar de la controversia que supone superar una ruptura íntima. El invitado amargo, publicado en Anagrama (2014), es un claro ejemplo singular de este tipo de literatura a dos voces. Vicente Molina Foix (Elche, 1946) y Luis Cremades (Alicante, 1962) vuelven a sellar su amistad con un libro difícil de encasillar, entre la crónica y la autobiografía, pero con los ingredientes propios de la novela en la que la relación intensa y sentimental, mantenida por ambos durante dos años, sustentan la intriga y la vehemencia narrativa de esta historia.

El invitado amargo son unas memorias valientes y excepcionales, surgidas del compromiso de dos viejos amantes que sienten la necesidad de recuperar los recuerdos de aquella relación apasionada que vivieron hace treinta años. Molina Foix y Cremades se desnudan, a la vista del lector, con confidencias y cartas íntimas para rememorar celos y desdenes, rescatando el pasado de aquel Madrid sacudido por el intento de golpe de estado del 23F y revitalizado con la victoria socialista de 1982. Pero, especialmente, ambos escritores rememoran los años prometedores de una generación poética emergente como la de Leopoldo Alas, Carlos Marzal, García Montero, Álvaro Salvador o el propio Cremades, tutelado por Molina Foix y apadrinado por la figura admirable de Vicente Aleixandre.

Vicente Molina Foix
El invitado amargo es un relato intenso de amor y celos, una historia de relación complicada entre dos hombres apasionados de las letras donde la entrega y el egoísmo transitan a partes iguales entre sus actores, Vicente y Luis, cada uno por separado, reconstruyendo, en capítulos alternos, sus vivencias anteriores sin propósito de omitir nada.

En una obra tan ambiciosa como ésta, de más de cuatrocientas páginas, menudean, por sus capítulos, noticias de algunas vidas privadas de amigos escritores, como Javier Marías, Savater, Lourdes Ortiz, Benet... De todas ellas, la que sustenta un protagonismo, casi elevado, es la figura de Aleixandre, que hace una labor de celestino y pacificador de los desencuentros amorosos de la pareja Molina Foix y Cremades.

Luis Cremades
En resumidas cuentas: el resultado de este artefacto, escrito a cuatro manos, es extraordinario, aunque nada haya más engañoso que la memoria, y nada menos fiable que el recuerdo. El invitado amargo es un libro original y atractivo, que condensa la historia de amor y quiebra de dos literatos en un contexto histórico de cambio y aceptación del mundo gay.

Molina Foix y Cremades han escrito una elegía y un canto en prosa al amor fallido, al pasado y lo que queda de él en el recuerdo, a través de la memoria revivida por ellos mismos que no deja indiferente al lector. Un libro atrevido y auténtico, escrito con garra y maestría, una bonita historia de amor sin resguardo, destinada a los amantes de la buena literatura.

jueves, 3 de julio de 2014

Incitación extrema


Un contratiempo afortunado le valió a Fernando Savater para librarse de la catástrofe ocurrida el 27 de noviembre de 1983. Aquel aciago día, el Boeing 747 de Avianca se estrelló en Mejorada del Campo (Madrid) cuando realizaba las maniobras de aproximación a Barajas, hoy Aeropuerto Adolfo Suárez. En ese vuelo tenía que haber viajado el escritor donostiarra que había sido invitado al congreso de escritores a celebrar en Colombia, pero le surgió otro compromiso que le obligó cambiar de planes y, consecuentemente, de pasaje. El que no tuvo ocasión de evitarlo fue uno de los distinguidos pasajeros del avión siniestrado, el novelista y articulista mexicano Jorge Ibargüengoitia, natural de la ciudad colonial de Guanajuato. A pesar de esta irreparable pérdida en las letras mexicanas, la obra de Ibargüengoitia nunca quedó muerta, todo lo contrario, continúa muy viva por las librerías, gracias a su frescura y calidad literaria. Raro es el año en que no se reediten novelas, ensayos o crónicas periodísticas de este extraordinario escritor norteamericano y, en ese empeño, anda atareada últimamente la editorial RBA reeditando sus obras más significativas, como por ejemplo: Dos crímenes, Las muertas, Los pasos de López...

En enero de este año, el sello barcelonés publicó Maten al león, una novela ágil y atrevida en la que Ibargüengoitia parodia el poder existente en una república bananera, como las que asolaron durante tanto tiempo a los países latinoamericanos. Jorge Ibargüengoitia es un autor bien conocido en esta bitácora en la que han aperecido ya un par de reseñas, una de su primera novela, Los relámpagos de agosto (1965), y otra de su libro de cuentos, La ley de Herodes (1967).

Maten al león es un relato cómico, una novela abordada con mucho humor y descaro, sin pelos en la lengua. Esta obra, publicada por primera vez en 1969, es la segunda novela del escritor del estado de Guanajuato y, en contraposición a la primera, Los relámpagos de agosto, donde se critica los últimos años de la revolución mexicana, en ésta, lo que se pone en cuestión son los desmanes y excesos de los dictadores caribeños, un asunto de larga tradición literaria en el continente americano.

La trama de Maten al león es, sencillamente, la historia del último dictador de la isla de Arepa. Tras la muerte programada del candidato de la oposición, un nuevo candidato es traído en avión desde el exilio. Pepe Cussirat, el nuevo nominado, abandona rápidamente la idea de ganar unas elecciones amañadas por el viejo león, el dictador Belaunzarán, que es quien gobierna los destinos de la isla, y decide preparar el asesinato del mariscal. A partir de ahí, la historia transcurre por los linderos frustrados de acabar con el viejo Belaunzarán, todo un desatino que roza la ridiculez y el esperpento. Cussirat sacrificará a todos sus allegados y amigos antes de asumir la autoría de los fallidos atentados.

Maten al león es una narración humorística, escrita en tercera persona, y con un tono sarcástico para distanciar al lector de cualquier empatía con los personajes que desfilan por sus capítulos. De esta manera, el autor de Estas ruinas que ves consigue que nos posicionemos en el lado que persigue: la crítica a la forma de gobierno y al modelo económico del poder que representan las dictaduras.

Una vez más, Ibargüengoitia nos cautiva, y lo hace con esta novela amena y divertida cuyo título es un clamor, una incitación extrema y necesaria para dar sentido a esta parodia, nacida de la realidad histórica tan abundante en los países limítrofes de América latina. Jorge Ibargüengoitia sabe que la literatura es un arma poderosísima, capaz de elevar la burla a la esfera del arte. Para un consumado burlón como él, la escritura es una determinación clara y notoria para tocar a rebato y frenar al sátrapa uniformado.  

martes, 1 de julio de 2014

El laberinto del dolor


El cine está lleno de imágenes dramáticas y desgarradoras, hasta el punto de no saber decir con cuántas películas he llorado literalmente. Recuerdo que la película dirigida y protagonizada por Roberto Benigni, La vida es bella, fue una de las más audaces en arrancarme algunas lágrimas sentidas. Aquel padre, aturdido ante la barbarie de los nazis, no deja de velar por la existencia de su hijo con la ocurrencia de procurarle una versión diferente de lo que sucede en el campo de concentración, todo un alegato de amor y entrega al pequeño Giousuè que acaba creyéndolo todo, gracias a la convincente historia que le cuenta éste y a su propia inocencia... Sin embargo, con los libros casi nunca he llorado, aunque me haya emocionado infinidad de veces con sus historias.

Esta mañana concluí la lectura de La hora violeta (Mondadori, 2013), un libro conmovedor con el que, al llegar a la última página, acabé sollozando. La hora violeta, de Sergio del Molino (Madrid, 1979) es una historia de amor y luto de un joven padre por la pérdida de su hijo. Dice el autor que la hora violeta es la hora que ninguno querríamos vivir, y sin embargo, el dolor que transita por las páginas del relato consigue que el lector la viva hasta el final con el propio narrador. Hay tanto corazón puesto en el texto que la palabra escrita palpita desde el primer párrafo hasta el punto final. Nos encontramos ante una novela de las denominadas de pérdida, en la que el protagonista es el autor, un padre que ve morir a su hijo, un suceso tremendo que no ha vivido mucha gente, una pérdida que para algunos solo es posible retener si escribes sobre el ser querido malogrado. Ése es el sentido de las novelas sobre la pérdida, un empeño de no olvidar ni aceptar las preguntas que nunca podrán ser contestadas, como nos recordaba Francisco Umbral en su memorable Mortal y rosa. Un género íntimo que en los últimos años ha tenido muy buenas propuestas narrativas, como Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, una confesión valiente y hermosa, o La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero, un libro inclasificable y estremecedor sobre el dolor que produce la muerte de los seres más queridos.

La hora violeta es, por tanto, un libro que encaja en este género. Lo que narra el periodista Del Molino no es más que el año fatídico de la vida de Pablo, su hijo de apenas dos años, desde que fue diagnosticado de una rara y mortal leucemia. Sergio y Cris ponen toda la piel en el asador en la lucha angustiada por la curación de su hijo Pablo y no desfallecerán en su empeño hasta la mala hora del desenlace fatal.

La lectura de esta obra íntima y conmovedora es una experiencia que deja huella y a mí, personalmente, me ha emocionado sobremanera. Del Molino describe como pocos lo que encierra la vida en una planta hospitalaria de oncología infantil, donde los niños enfermos juegan por los pasillos ante las miradas tristes de sus familiares, y es capaz de atajar esta atmósfera sobrecogedora con mucha belleza literaria sin caer en un vano dramatismo. La hora violeta es un viaje al dolor y al amor, una reflexión sincera sobre la enfermedad y la condición humana. Es el libro más íntimo y reflexivo del escritor madrileño afincado en Zaragoza que, además, asegura que su obra no es el resultado de ninguna escritura de terapia, y eso no quiere decir que el libro no le haya reportado algún tipo de sanación al transformar su rabia en amor.

Resumiendo: Sergio del Molino irrumpe con maestría con una novela en donde el llanto y el desconsuelo se eleva literariamente gracias a una prosa tersa y punzante. La hora violeta no es un libro fácil de reseñar, porque el fondo del asunto se sobrepone a la forma, y esto quiebra la mirada crítica necesaria, al ligarte irremediablemente al desconsuelo del narrador, pero esta justificación nada resta a la calidad literaria de este libro impactante y estremecedor que recomiendo vivamente.